Por Bernardo López Ríos *
La expulsión de los jesuitas (1767)
La expulsión de los jesuitas fue el resultado de una
campaña general de los elementos hostiles a la Iglesia (galicanos,
enciclopedistas, masones…), quienes consideraban a la Compañía de Jesús como el
principal baluarte que se debía derribar en la lucha contra el Pontificado. El
inesperado decreto de Carlos III suprimió de un plumazo su actividad educativa
y misional de casi dos siglos (fue el sistema educativo gratuito más extenso de
la Colonia:
escuelas, colegios y universidades). La obra educativa y civilizadora de los
numerosísimos pueblos del Noroeste fue interrumpida.
Los jesuitas daban de comer a los indígenas y formaron a
múltiples generaciones de mestizos y criollos (base de la nacionalidad
mexicana).
Todavía no
terminaba el amanecer, y la ciudad de México se encontraba ya “en la mayor
consternación”. Las calles estaban ocupadas por los soldados, las iglesias
permanecían cerradas, las campanas en silencio. La estimación que los
novohispanos profesaban a los jesuitas era profunda, por su trabajo en los
colegios, su predicación, su apostolado en el confesionario, el cuidado con que
atendían el culto en sus iglesias, las obras de beneficencia a favor de los
pobres, los encarcelados, los enfermos.
Los apresados
capitalinos permanecieron recluidos en sus casas el 25 y el 26.salieron del
actual Distrito Federal el 27 de junio. El ejército, con las espadas desenvainadas,
ocupaba el trayecto que recorrían los jesuitas. Pese a ello, la multitud apenas
dejaba espacio para que pasaran los carros que los conducían. Conforme pasaban
los jesuitas, el pueblo “los bendecía como a Padres de los pobres, como
maestros de la
Doctrina Cristiana, como predicadores del Evangelio, como
ministros incansables del Sacramento de la Penitencia, como
verdaderos siervos y amigos de Dios”.
En la Villa de Guadalupe las
personas “se arrojaban a los coches con gritos y con lágrimas”, hasta que la
comitiva se perdió de vista. La conmoción experimentada en las diversas
ciudades del interior fue análoga, según refieren diversos testimonios.
En Guadalajara,
Zacatecas y Valladolid, los jesuitas fueron apresados “con extraordinaria
severidad”. En San Luis de la Paz,
pueblo fundado por la
Compañía, los naturales, al conocer la orden real, “cercaron
con furiosos alaridos todo el Colegio, y saltando las tapias de la huerta, se
entraron hasta el patio…” para liberar a los padres. De Pátzcuaro tuvieron que
salir los jesuitas “a media noche…” En
Guanajuato “se amotinó el pueblo con tal furor” que obligó al ejército a
retirarse. Los jesuitas mismos calmaron los ánimos y después se fueron. En
San Luis Potosí, la gente impidió la salida de los desterrados durante el largo
lapso de un mes, hasta que llegó el ejército y trasladó a los Padres a
Veracruz.
La represión que
llevó a cabo José de Gálvez, fue tan cruel y despiadada, pues su corazón estaba
lleno de odio hacia los indígenas.
Por defender a
los jesuitas, por poner un solo ejemplo, los sublevados en San Luis de la Paz recibieron sentencias
terribles: entre otros Ana María Guatemala, viuda, Julián Martínez Serrano y
Vicente Ferrer Ronjel, fueron ahorcados por decisión de Gálvez. Cortadas sus
cabezas después, fueron expuestas hasta que se pudrieron. Sus casas fueron
derribadas y sembrado el terreno de sal.
Morelos y los jesuitas
Don José María Morelos y Pavón dijo en cierta ocasión a
don Carlos María Bustamante, uno de los miembros del Consejo de Chilpancingo:
Yo amo de
corazón a los jesuitas, y aunque no estudié con ellos, entiendo que es de
necesidad el reponerlos.
Y dicho y hecho, el Congreso de Chilpancingo decretó el
13 de diciembre de 1813 entre las bases para la futura Independencia:
“Se declara el restablecimiento de la Compañía de Jesús para
proporcionar a la juventud americana la enseñanza cristiana de que carece en su
mayor parte, y proveer de misioneros celosos a las Californias y demás
Provincias de la frontera”.
Proclama Guadalupana de Morelos
“Don José María Morelos, Capitán General de los Exércitos
Americanos y Vocal de la
Suprema Junta Nacional Guvernativa del reyno…
“Por los singulares, especiales e innumerables favores
que debemos a María SSma, en su milagrosa imagen de Guadalupe patrona,
defensora y distinguida emperatriz de este reyno, estamos obligados a
tributarle todo culto y veneración, manifestando nuestro reconocimiento,
nuestra devoción y confianza, y viendo su protección en la actual guerra tan
visible que nadie puede disputarla a nuestra nación, debe ser visiblemente
honrada y reconocida por todo americano.
“Por tanto, mando que en todos los pueblos de este reyno,
especialmente los del sud de esta América septentrional, se continúe la
devoción de celebrar una Misa el día doce de cada mes en honra y gloria de la SSma. Virgen de
Guadalupe, y en todos los pueblos donde no hubiere cofradía o devoto que exhiva
la limosna, se sacará ésta de las caxas nacionales; y en las divisiones de
nuestro Exército será obligación de los capellanes sin percepción de limosna, y
en donde hubiera muchos capellanes, le tocará al que entrare de semana.
“En el mismo día doce de cada mes deberán los vecinos de
los pueblos exponer la
SSma. Imagen de Guadalupe en las puertas o balcones de sus
casas sobre un lienzo decente, y cuando no tengan imagen colgarán el lienzo
mientras la solicitan de donde las hay, añadiendo arder las luces que según sus
facultades y ardiente devoción les proporcione. Y por quanto no todos pueden
manifestar de este modo, deverá todo generalmente de diez años arriba traer en
el sombrero la cucarda de los colores nacionales, esto es, de azul y blanco,
una divisa de listón, lienzo o papel, en que declara ser devoto de la SSma. Imagen de
Guadalupe, soldado y defensor de su culto, y al mismo tiempo defensor de la Religión y su patria
contra las naciones extranjeras que pretenden oprimir a la nuestra.
“Y para que esta disposición obligatoria tenga su debido
cumplimiento, mando a todos los jefes militares y políticos, ruego y encargo a
todos los prelados Eclesiásticos cuiden y velen con todas sus fuerzas, a fin de
que los súbditos logren tan santos
fines, reservando declarar por indevoto y traidor a la nación al individuo que
reconvenido por tercera vez, no usare la cucarda nacional o no diere culto a la SSma. Virgen,
pudiendo. Y para que llegue a noticia de todos y nadie alegue ignorancia, mando
se publique por bando en las provincias
de Teipan, Oaxaca y siguientes del reyno”.
Dado en cuartel general de Ometepec a los once días de
marzo de mil ochocientos trece.- José María Morelos. – Por mandato de su
excelencia, José Lucas Marín.- Pro Secro.
El pensamiento insurgente
En la sociedad
que deseaban los insurgentes buscarían el progreso de la nación, la justicia
para todos, el empleo para los mexicanos y la justicia agraria. Su pensamiento político postulaba la independencia, la
religión católica como la única tolerable, la soberanía popular, la igualdad
ciudadana, el respeto a todos los derechos humanos y la división de los poderes
en el gobierno.
El Acta de Independencia del 6 de noviembre de 1813
establecía que celebraría “Concordatos con el Sumo Pontífice” y que no
reconocía “otra religión que la católica”, ni permitía ni toleraba el uso
público ni secreto de otra alguna.
La
Constitución
de Apatzingán estableció también que la religión católica era la única que se
debía profesar.
Los nobles
sentimientos de la nación,
de don José María Morelos, el 14 de septiembre de 1813, dicen: que México es
independiente, que la religión católica es la única tolerada, que la soberanía
dimana del pueblo, que los poderes se dividen en legislativo, ejecutivo y
judicial, que se aumente el jornal del pobre, que la esclavitud se proscriba
para siempre, que todos los ciudadanos son iguales, que se respete la
propiedad, que se celebre el 12 de diciembre y se solemnice el 16 de septiembre
en honor del gran héroe, el señor don Miguel Hidalgo.
Un
grave error en el inicio de la guerra de Independencia
En este trascendental aspecto es nuevamente José
Vasconcelos quien nos ilustra: “Se ha hablado mucho de que el ejemplo de la
revolución norteamericana electrizó a los pueblos de América deseosos de
emanciparse. No cabe duda que los diversos agentes de la propaganda inglesa
aprovecharon este ejemplo para desintegrar el mundo hispánico, pero a poco que
se examine el movimiento americano, se le encuentran diferencias fundamentales
con lo nuestro.
“En Estados Unidos nunca se dio al movimiento
independiente el sentido de una guerra de castas. Para que Morelos, por
ejemplo, fuese comparable a Washington, habría que suponer que Washington se
hubiese puesto a reclutar negros y mulatos para matar ingleses. Al contrario,
Washington se desentendió de negros y mulatos y reclutó ingleses de América,
norteamericanos que no cometieron la locura de ponerse a matar a sus propios
hermanos, tíos, parientes, sólo porque habían nacido en Inglaterra.
“Todo lo contrario, cada personaje de la revolución
norteamericana tenía a orgullo su ascendencia inglesa y buscaba un
mejoramiento, un perfeccionamiento de lo inglés. Tal debió ser el sentido de
nuestra propia emancipación, convertir a la Nueva España en una
España mejor que la de la península, pero con su sangre, con nuestra sangre.
Todo el desastre mexicano posterior se explica por la ciega, la criminal
decisión que surge del seno de las chusmas de Hidalgo y se expresa en el grito
suicida: mueran los gachupines…
“Lo que nosotros
debimos hacer es declarar que todos los españoles residentes en México debían
ser tratados como mexicanos”
La consumación de la Independencia
Nueva España siguió cargando el pesado yugo que le
imponía Fernando VII y la oligarquía, puesto que no pudo lograr su
independencia. Ésta iba a venir por otro lado.
En 1820 el coronel Rafael Riego obligó a Fernando VII a
restablecer la
Constitución proclamada en Cádiz en 1812, para que reinara
sujeto a ella y no de manera absoluta como lo hacía.
Esta revolución de Riego traía consigo medidas contra los
privilegios del Clero, que no fueron bien vistas por los españoles y criollos
católicos de Nueva España.
Encabezaba la oposición el canónigo oratoriano Matías de
Monteagudo. Agustín de Iturbide asistió a las juntas que se celebraron en la Profesa para decidir el
camino a seguir.
En el antiguo
templo de los jesuitas, en “La
Profesa”, ocupado a la sazón por los Padres del Oratorio, se
llevaron a efecto unas reuniones muy nombradas en nuestra historia con el
nombre de “Juntas de la
Profesa”. El alma de dichas juntas era nada menos que el
Padre Prepósito, Rector de la
Universidad, hombre de vastísima erudición y de mucho
prestigio entre los europeos. Su nombre todos lo conocían: Matías de Monteagudo.
En las juntas de
La Profesa se
deseaba la emancipación de México, pero hacía falta un hombre de audacia que
llevara a tan feliz término ese acontecimiento, y el hombre se presentó: era
Iturbide, quien, al decir de Navarro y Rodrigo, era “simpático a los europeos
porque había combatido a su lado contra los insurrectos, no sospechoso a los
hijos del país porque era mexicano valiente, y ejercía sobre los demás la
fascinación de su valor”.
Recordemos que en 1810, al aproximarse
Hidalgo a Valladolid, se retira con su padre a la capital y no acepta la faja
de Teniente General que le ofrece el Cura de Dolores, a quien no se le escapan
sus grandes cualidades de soldado. Iturbide rechaza el ofrecimiento al advertir
con clarividencia que los métodos de Hidalgo para hacer la Independencia, basados
en la destrucción y en el odio a los españoles, lo llevarían al fracaso.
Se puede decir
que por haber prescindido de esta base importantísima de la unión, habían
fracasado Hidalgo y los demás insurgentes.
El,
personalmente, ama la
Independencia; lo que no ama, por lo que no puede pasar, es
por el atroz sistema que siguen los insurgentes y por su completo desorden. Por
eso combate contra ellos, para después pensar en realizar la independencia sin
derramamiento de sangre.
El alto clero, los españoles y criollos mineros y
latifundistas, con Iturbide a la cabeza, proclamaron el Plan de Iguala o de las
Tres Garantías: Religión católica, unión de los grupos sociales e independencia con monarquía
constitucional de un rey proveniente de alguna casa reinante en Europa.
Iturbide ganó para su causa a los exjefes insurgentes,
sus antiguos enemigos, por ejemplo Guerrero, Victoria, Bravo. Negoció con el
virrey que llegaba, Juan de O’Donojú, y firmó el tratado de Córdoba que
aceptaba el Plan de Iguala, el 24 de agosto de 1821.
Esta será la
táctica del Libertador: no luchar, no imponerse por las armas, sino por la
nobleza y la razón.
Iturbide planteó
la Independencia
y en una campaña de siete meses, casi en su totalidad incruenta, la realizó.
De ahí que la
casi totalidad de sus triunfos deben atribuirse no a la fuerza de las armas,
sino a la razón, al convencimiento, al tacto genial, con el que supo ganarse
las voluntades de sus adversarios.
El ejército trigarante ocupó la ciudad de México el 27 de
septiembre siguiente. Ya es hora de celebrar esta fecha.
La gran extensión del Imperio
A los buenos
mexicanos contemporáneos de Iturbide los llenó de alegría y satisfacción el ver
cómo se ensanchaban los límites territoriales del Imperio cuando se les informó
de las nuevas y espontáneas adhesiones de provincias lejanas y de regiones que
no dependían del Virreinato, como Guatemala y Centroamérica.
¿Cuál fue el
motivo más fuerte que las movió a la unión con el Imperio que acababa de nacer?
No fue la
protección que se busca del más poderoso, sino que deseaban vivir
independientes bajo la égida de las Tres garantías del Plan de Iguala. Así lo
declararon en sus actas de adhesión al Imperio.
De esa manera la
bandera de las Tres Garantías comenzó a ondear desde Panamá por el sur, y por
el norte sobre el vasto territorio que abarcaba una línea imaginaria desde la Alta California
hasta el río Mississipi
Iturbide, la Bandera y el Himno
Nacional
Si de la realización del Plan de Iguala iba a nacer una
nueva Nación, libre y soberana, era necesario que esa nueva Patria estuviera
encarnada en una bandera que la representara ante el mundo. Había que sustituir
la antigua Bandera española por la nueva Bandera, que empezaría a ser Mexicana.
El Libertador pensó en eso, e ideó una bandera en cuyos
colores vivieran plasmadas para siempre las tres bases o garantías que iban a
ser la esencia de la nueva nacionalidad, expresadas clarísimamente en el Plan
de Iguala.
En primer lugar la base espiritual: la Religión Católica
(verde). En segundo lugar, la Unión (blanco) de todos los
que habitaban el extenso territorio de la Nueva España: los
descendientes de los antiguos pobladores indígenas, los nacidos de la unión de
indígenas y españoles, o mestizos, los criollos de padres españoles, los españoles
nacidos en España y por último una minoría de raza negra. En tercer lugar, la Independencia
(rojo), el ideal final de toda la empresa.
Por tanto, también es tiempo de recuperar la entonación
del Himno Nacional Mexicano incluyendo las estrofas merecidamente dedicadas a
nuestro Libertador:
Si a la lid
contra hueste enemiga
nos convoca la
tropa guerrera,
de Iturbide la
sacra bandera ¡mexicanos!
Valientes
seguid:
Y a los fieros
bridones le sirvan
las vencidas
enseñas de alfombra;
los laureles del
triunfo den sombra
a la frente del
bravo adalid.
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