Del siglo I al siglo XI
Para
leer la historia de la pobreza
Por
Bernardo López Ríos *
*
Católico, Apostólico y Romano, fiel a las enseñanzas de Su Santidad el Papa
Francisco, de Su Santidad Benedicto XVI, Papa Emérito, del Concilio Vaticano II
y del Magisterio de la Iglesia Católica
El hombre es un pobre
que precisa pedir todo de Dios
Saint Jean-Marie
Vianney, Cura de Ars
La felicidad del hombre
no requiere abundancia de bienes; una medianía le basta
Imitación de Cristo, Beato Tomás de
Kempis
Preámbulo
Los pobres, en cuanto tales, habían sido los grandes
olvidados de la historia. Sin embargo, desde su origen, la Iglesia ha acogido a
los pobres y a la pobreza como cuestiones permanentes que la interpelan sin
cesar. Continuamente resuena aquella frase penetrante: Bienaventurados los
pobres.
Pero ya hace algunos decenios que los historiadores han mostrado su
predilección por el mundo de los olvidados. Los ausentes de la historia
se han visto invitados a entrar en ella: emigrantes, desarraigados, esclavos,
cautivos, víctimas del hambre y de la miseria...
El servicio a los pobres y la búsqueda de la pobreza,
indisociablemente unidos entre sí, forman la trama y la cadena de una inmensa
tarea llevada a cabo por Paul Christophe, profesor en el Instituto
Católico de Lille y en el Seminario de San Sulpicio, en su obra Pare leer la
historia de la pobreza, de la cual presentamos la siguiente reseña:
La primera dificultad de los historiadores ha sido la de
definir qué es un pobre, ya que el contenido de esta palabra ha ido variando
considerablemente a lo largo de las épocas. Michel Mollat ha dado para la Edad
Media una definición que puede ser considerada con validez para todas las
épocas:
El pobre es el que, de forma permanente o
temporal, se encuentra en una situación de debilidad, de dependencia, de
humillación, caracterizada por la privación de medios, variables según las
épocas y las sociedades, de poder y de consideración social: dinero,
relaciones, influencia, poder, ciencia, calificación técnica, nacimiento
honorable, vigor físico, capacidad intelectual, libertad y dignidad personal.
Viviendo al filo de cada día, no tiene ninguna oportunidad de elevarse sin la
ayuda de otro.
Esta definición puede incluir a todos los frustrados, a todos
los marginados, a todos los abandonados, a todos los preteridos por la
sociedad; no es específica de ninguna época, de ninguna región, de ningún
ambiente.
Tampoco excluye a los que, por ideal ascético o místico, quisieron
desprenderse del mundo o que, por abnegación, escogieron ser pobres entre los
pobres.
Introducción
El servicio a los pobres y la búsqueda de la
pobreza, sea cual fuere la manera de responder a esta doble preocupación, no ha
cesado de hurgar en la conciencia de la Iglesia en su anuncio del Evangelio.
Ante la realidad del mundo de los pobres, la
Iglesia ha tenido que interrogarse continuamente. Edifica con bastante rapidez
una doctrina que define al rico, no ya como propietario, sino como
administrador de sus bienes.
Los nombres de San Basilio, San Gregorio de Nisa y
San Gregorio de Nacianzo, San Juan Crisóstomo para el Oriente; los de San
Ambrosio y San Agustín, San León y San Gregorio Magno para el Occidente, son
sus más eminentes representantes.
Los teólogos y canonistas del siglo XIII
perfeccionaron esta enseñanza en una época en que muchos pobres se veían
reducidos a una necesidad extrema. Ellos afirmaron que los pobres tienen
también derechos.
Basada en la enseñanza de los Padres griegos
y latinos, se desarrolló una tradición del servicio de los pobres: asistencia a
los hambrientos, defensa de los oprimidos, liberación de los cautivos, creación
de las “matrículas” y del “domus Dei”.
El Obispo era el “defensor de los
pobres” y la hospitalidad monástica conoce un desarrollo espectacular. Los
bienes eclesiásticos constituyen el “patrimonio de los pobres”. La jerarquía
eclesiástica administra los dones de los fieles. Los pobres se ven asistidos y
encuentran su lugar en una pirámide de “órdenes” que pasa por ser la estructura
ideal de la ciudad terrena.
Paralelamente se desarrolla una búsqueda de
la pobreza voluntaria. Es practicada individualmente como ascesis o forma parte
de las reglas monásticas que exigen el desprendimiento personal y la
distribución de los servicios comunitarios. La pobreza radical vivida en el
monasterio tiene que hacer al cenobita totalmente disponible para Dios y para
la oración...
A partir del siglo XI, la pobreza
voluntaria, vivida individualmente en medio de la riqueza colectiva de las
abadías, les parece insuficiente a todos los que han sido seducidos por el
ejemplo de Cristo y de los Apóstoles y desean imitarlos en el desprendimiento,
uniéndose al mismo tiempo a los verdaderamente pobres.
1.
La comunión fraternal
Siglos
I y II
El cuadro de la comunidad primitiva de
Jerusalén que nos trazan los Hechos de los Apóstoles (2, 44; 4, 32-37)
corresponde sin duda a una cierta realidad. Pero el autor de los Hechos compone
también probablemente un cuadro idealizado adrede, para presentarlo como
ejemplar o para trazar en él una anticipación significativa de las condiciones
de vida en el Reino: todos los creyentes vendían sus bienes y propiedades para
repartir su precio entre todos según las necesidades de cada uno...
Esta forma
de vida comunitaria no era practicable más que dentro de un grupo restringido.
El aumento del número de discípulos (Hch 6,1) revelaría la dificultad de un
reparto equitativo de los socorros distribuidos entre los indigentes.
Al respecto, el
Padre Manuel Loza Macías, S.J., nos ofrece las siguientes precisiones:
Son dos los textos
de los Hechos de los Apóstoles que suelen citar quienes suponen que los
primeros cristianos practicaban el comunismo. Uno es: Todos
los que habían abrazado la fe vivían unidos, y tenían todas las cosas en común;
y vendían las posesiones y los bienes, y los repartían entre todos, según que
cada cual tenía necesidad (2,
44).
Otro es: Ninguno decía ser propia suya cosa alguna de
las que poseía, sino que para ellos todo era común... Pues no había entre ellos
menesteroso alguno, porque los dueños de campos o casas los vendían, traían el
producto de lo vendido y lo ponían a los pies de los Apóstoles, que lo
repartían entre los necesitados
(4,32 y 34).
Y con la
pretensión de corroborar esta hipótesis comunista se cita el caso de Ananías y
Safira, que fueron castigados con la muerte por no entregar todo el precio de
la venta de una posesión. Sin embargo, hay que advertir varias cosas, para
poder tener un conocimiento correcto de lo que tales textos narran:
Primera: para ser
cristiano no era obligatorio vender sus bienes y dar su precio a la comunidad.
El castigo de Ananías y de su mujer fue por haber mentido a Dios (5,4; 5,9).
Pues el mismo San Pedro dijo a Ananías: Acaso sin venderla (la propiedad) no la tenías
para ti, y una vez vendida, no quedaba el precio en tu poder ?
Segunda: no era
una práctica generalizada, pues precisamente por lo singular de su acción se
menciona el caso de Bernabé. Si hubiera sido la práctica común y corriente no
habría merecido tanto énfasis: José, llamado Bernabé por
los Apóstoles, levita, chipriota de linaje, como poseyese un campo, habiéndolo
vendido, trajo el dinero y lo puso a los pies de los Apóstoles (4,36).
Además, se precisa en otro pasaje
que una buena cristiana era dueña de una casa: Reflexionando
– Pedro, después de su liberación milagrosa de la cárcel – se fue a la casa de
María, la madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde estaban muchos reunidos
en oración (12,12).
Tercera: no
afirman los textos citados que no hubiera ricos y pobres, sino que para que no
hubiera menesterosos, los ricos vendían lo que fuera preciso para evitar esa
indigencia, y el precio se repartía entre los necesitados.
Cuarta: los que se
desprendían de sus bienes para este fin, lo hacían por la motivación del amor: un corazón y un alma sola
(4,32) y no por la lucha de clases.
Quinta: El uso de
los bienes propios con ostentación o injusticia, sí es reprobado claramente por el
Apóstol: sois vosotros los que hacéis injusticias y
cometéis fraudes, y esto con hermanos. ¿No sabéis que los injustos no poseerán
el Reino de Dios? (I Cor 6,
8-9).
Y en el caso de las convivencias previas a la Eucaristía reprende: mientras uno pasa hambre, otro está ebrio. Pero, ¿es que no tenéis
casas para comer y beber?¿O en tan poco tenéis la Iglesia de Dios, y así
avergonzáis a los que no tienen? (I
Cor 11, 21-22)
En conclusión: los
primeros cristianos no practicaban el comunismo, si por esa palabra se quiere
entender el comunismo moderno en sus diversas especificaciones, entre ellas el
marxismo. Tenían un fuerte sentido del amor, predicado y vivido por Cristo, y
por esa motivación, no permitían que sus hermanos permanecieran en la
indigencia.
Para aliviarla, los que tenían ayudaban a los que no tenían,
incluso con la venta de lo propio. Pero también entonces había quienes, por
desgracia, no procedían según los dictados de la fe recibida y eran
indiferentes a la pobreza de otros.
Sea de ello lo que fuere – señala Paul Christophe – el testimonio ejemplar de los Hechos sobre la puesta en común de los
bienes de Jerusalén – comprendido como un gesto libre – parece que siguió
siendo el ideal de los cristianos en los dos primeros siglos.
Para ellos se
trata, no tanto de compartirlo todo, sino más bien de una actitud fraternal,
tal como la que ha de reinar entre los aue han realizado un nuevo nacimiento en
el bautismo. Se han hecho hermanos al ser hijos del mismo Padre.
Se abandonan los bienes no por deseos de ser
pobre, sino para que no haya pobres entre los fieles (Dom Jacques Dupont).
Se trata ante todo de librarse del poder de
las riquezas. El reproche va dirigido expresamente al que está poseído por sus
bienes en vez de ser él su señor, a aquel que prefiere su fortuna a la
salvación propuesta por Cristo.
La pobreza absoluta se hace necesaria cuando la
posesión de bienes constituye un obstáculo para la salvación.
La llamada del rico contiene una severa
advertencia para los que se entregan a la codicia, a la ambición, al afán
desenfrenado de riquezas. Se sitúa al mismo tiempo en la perspectiva de un
mundo que está cercano a su fin.
La posesión de bienes no es un pecado. Cristo no les exige a todos el abandono de
sus bienes y la pobreza material. Tuvo amigos ricos.
En el Evangelio hay ricos
buenos y malos. Por otra parte, como dice expresamente Jesús, los hombres serán
juzgados según sus buenas obras: limosna, hospitalidad, buen uso de las
riquezas.
Los apologistas, como San Justino, ven en la
comunidad de bienes una de las manifestaciones de la conversión a la fe
cristiana, un cambio de corazón. El que da los bienes recibidos de Dios se
convierte en un imitador de Dios.
Para el Antiguo Testamento, el hombre era un
huésped y un extranjero en la propiedad de Yahvé (Lv 25, 23). Para el Nuevo, el
cristiano, rico o en situación acomodada, es un administrador de Cristo.
El Evangelio no precisa los detalles de una
distribución o de una forma de compartir.
Los Padres de la Iglesia se guardan también
de precisar normas que pudieran frenar el dinamismo evangélico y entibiar el
espíritu fraternal.
San Ignacio de Antioquia y San Policarpo de
Esmirna recomiendan a sus corresponsales que atiendan a las viudas, que ayuden
a los pobres, que den limosna.
El Pastor de Hermas evoca los deberes de los
ricos; recuerda que son responsables de la muerte de los desesperados y que no
pueden entrar en el Reino sin abandonar una parte de sus bienes en provecho de
los pobres.
Hermas compara la ayuda mutua que se prestan “la vid y el olmo” con
la que ha de existir entre el rico y el pobre. Invita a los pobres a rezar al
Señor para que haga prosperar los bienes de los ricos y exhorta a los ricos a
que atiendan a las necesidades de los pobres.
Los textos subrayan algunas urgencias,
especialmente la actitud cristiana con los huérfanos y los niños expuestos,
destinados a la muerte, a la esclavitud o a la prostitución. El Obispo es
responsable de ello y tiene que encontrar a una familia a la que confiar el
niño.
La pobreza que es alabada desborda, por el
contrario, ampliamente la condición material de los necesitados. Es de orden
espiritual. Cristo invita a sus oyentes a buscar un alma de pobre, aunque sean
ricos. Jesús no pretende revolucionar el orden social. Los pobres de los que
habla son a menudo los humildes.
Los pobres de espíritu que aparecen en las
Bienaventuranzas del Evangelio según San Mateo son los que tienen hambre de
justicia, o sea de rectitud delante de Dios; San Mateo añade a la serie “los
puros de corazón”, que espiritualizan la idea de pureza exterior y cultual, así
como la bienaventuranza de los “mansos”, designación que tiene tan sólo un
alcance moral, lo mismo que las otras dos, igualmente adicionales, de los
misericordiosos y de los que trabajan por la paz (los “pacíficos”).
Ya el “Magnificat” (Lc 1, 51-53), la oración
de la Virgen María, opone los pobres, humildes y hambrientos, a los ricos,
impíos y orgullosos. No invita a poner a los pobres en el lugar de los ricos,
sino a una inversión en la escala de valores, que permita construir una
sociedad fraternal según los deseos de Dios.
2.
¿Puede poseer un cristiano?
Siglos
III y IV
Las palabras tan radicales de Jesús podían
conducir a los ricos a la desesperación e impedir su conversión. La llamada del
joven rico (Mt 19, 16-30; Mc 10, 17-31; Lc 18, 18-30) contenía algunas fórmulas
abruptas:
“Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes, dáselo a los
pobres, y Dios será tu riqueza; y anda, sígueme a mí”. Y sobre todo: “Más fácil
es que pase un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el
Reino de Dios”.
¿Habrá que tomar al pie de la letra estas
afirmaciones y deducir de ellas que los ricos no pueden salvarse? La cuestión
se planteó naturalmente el la iglesia de Alejandría a finales del siglo II.
Encrucijada de civilizaciones, la ciudad servía de crisol a todas las creencias.
Favorecía el sincretismo, así como el liberalismo religioso y todos los
proselitismos. EL Cristianismo encontraba un terreno propicio en este centro
intelectual brillante, dotado de una célebre biblioteca. Nacido en ambiente
judío, se encontró allí con el pensamiento y la cultura griegas. Asumirá lo
mejor del humanismo y de la filosofía antigua.
Pero la comunidad cristiana presenta allí
algunos contrastes singulares. Es grande la distancia entre la plebe del puerto
y los ricos dirigentes. Por otra parte, los monjes del desierto de Nitria, a un
centenar de kilómetros, son un recuerdo vivo de las consignas del Evangelio.
Pagano convertido al haberse acercado a la
fe por medio de la filosofía, Clemente (de Alejandría) viajó mucho para escuchar a los maestros
más prestigiosos. Las lecciones de Panteno lo retuvieron finalmente en
Alejandría.
Clemente le sucedió al frente del centro teológico más antiguo, que
atraía no sólo a los catecúmenos, sino también a las personas acomodadas,
filósofos o paganos: la escuela de Alejandría. A través de sus obras, Clemente
propone un camino hacia el conocimiento de Dios. Desea atraer a los hombres a
la conversión y a la vida según el Evangelio.
¿Habrá que estimular las prácticas ascéticas
y la renuncia al mundo?
Ni mucho menos. Clemente prefiere que los cristianos
transformen el espíritu de la ciudad con el ejemplo de una vida dirigida por el
amor a Dios y al prójimo y por el testimonio de un corazón liberado de la
esclavitud de los bienes. Su moral no supone ninguna mutilación.
Para su auditorio de gente notable, Clemente
plantea expresamente la cuestión:¿qué rico puede salvarse? Tal es incluso el
título del opúsculo en que comenta la llamada al joven rico (Mc 10, 17-31).
Clemente constata que los filósofos antiguos practicaron ya la pobreza total.
Jesús propone por consiguiente algo distinto de un desprendimiento exterior.
Los discípulos lo comprendieron de ese modo, dado que no se explica su
desconcierto (frente a la
llamada de Jesús al joven rico) si tenemos en cuenta que
ellos habían renunciado ya a sus bienes.
El precepto nuevo viene de Dios. Es
anunciado por el Hijo de Dios que no ordena una acción visible como los
filósofos antiguos, sino algo más divino y más perfecto. Se trata de despojar
el alma de todas las pasiones, de desarraigar del corazón todo lo que es
extraño al mismo.
Por otro lado, ciertas recomendaciones del Señor suponen la
posesión de bienes. ¿Cómo dar de comer al pobre y vestir al que está desnudo,
si uno está despojado de todo? Además, las riquezas son buenas. Vienen del
Creador. Se adquieren por el trabajo o por herencia.
Destruyamos, no ya nuestros bienes – escribe
Clemente de Alejandría -, sino las pasiones que pervierten su uso... Esos
bienes de los que se nos dice que hemos de deshacernos, comprendamos bien que
son las pasiones del alma... No ganáis nada empobreciéndoos de vuestro dinero,
si seguís siendo ricos en pasiones.
Así pues, Clemente de Alejandría tranquiliza
a los ricos sobre sus posibilidades de salvación. Lo importante es liberarse
del amor desordenado al dinero y utilizar las riquezas en provecho de los
necesitados.
San Cirilo de Jerusalén, considerado en vida
como un excelente defensor de la fe católica, llama herejes a los que ven una
obra del demonio en las posesiones, las riquezas y los cuerpos. Sus
“Catequesis” se niegan a imponer a todos los cristianos las renuncias
particulares de los monjes. Las riquezas vienen de Dios.
San Epifanio de Salamina compuso una suma de
las herejías antiguas, el “Panarion” (“botiquín de medicinas”). Nos habla allí
de la secta de los “apostólicos”. Confinados en ciertas regiones de Frigia, de
Cilicia y de Panfilia, se llaman también apotácticos o apotactitas, ya que han
renunciado al matrimonio y a la propiedad.
Epifanio no les reprocha la práctica
de la pobreza y la abstención del matrimonio, sino el que quieran imponer su
estado de vida a todos los cristianos. El Obispo de Salamina no acepta sus
pretensiones de identificarse con toda la Iglesia y de entrar ellos solos en el
Reino de los cielos.
Los ricos que han recibido el bautismo,
aunque no renuncien a todos sus bienes, no se verán privados del Reino de Dios,
con tal de que no pongan su confianza en sus riquezas, se porten
convenientemente y sepan dar con agrado a los necesitados.
El cristiano puede guardar legítimamente sus
bienes, adquiridos por el trabajo o heredados. Se trata de una tradición
reconocida ya en el siglo V. Clemente de Alejandría, que se planteó claramente
la cuestión, responde con la afirmativa.
Los Obispos y los Concilios reprueban
a los que pretenden exigir a todos los cristianos el abandono de sus
propiedades. Las riquezas son buenas; vienen de Dios. Los Padres de la Iglesia
se muestran unánimes en este punto.
3.
La elaboración de una doctrina
Siglos
IV y V
Los “Padres de la Iglesia” son los
escritores de los primeros siglos, frecuentemente Obispos, cuyas opiniones se
impusieron y cuya autoridad se afirmó de forma paralela a la autoridad
indudable y más antigua de la Escritura.
Después de la paz constantiniana y el
final de las persecuciones, el Cristianismo se extiende por todas las
dimensiones del imperio romano. Fuertes personalidades, pertenecientes a
familias ya cristianas, oyen la llamada del Señor y buscan a Dios en la
soledad.
Se trata de
escritores comprometidos en todas las controversias de su época.
Los Padres del siglo IV tienen que
enfrentarse particularmente con el problema de la miseria de los humildes y de
los pobres.
Todo un pueblo de artesanos y de campesinos vive en condiciones de
penuria, en las ciudades y en el campo. Alojadas de forma muchas veces sórdida
y aplastadas por los impuestos, esas pobres gentes son explotadas
vergonzosamente por los usureros.
Al contrario, los ricos propietarios de
tierras, sustraídos por su poder de la acción de los magistrados, despojan a
los pobres y acumulan un lujo extraordinario, que constituye un verdadero
insulto a la condición de los indigentes.
En este contexto económico, caracterizado
por la ausencia casi total de clases medias, los Obispos protestan contra la
injusticia, invocan la dignidad del hombre y ponen los fundamentos de un nuevo
orden social.
Los
ricos son administradores
Seducido primero por la vida monástica,
Basilio es nombrado Obispo de Cesarea, en Capadocia. Lucha contra la herejía
arriana y sostiene la causa de los pobres. El vigor de sus ideas pudo hacer
pensar que ponía en entredicho el derecho de propiedad. No es así.
San Basilio
admite perfectamente la honrada posesión de bienes adquiridos por el trabajo o
por la herencia. Pero la propiedad no está destinada únicamente al provecho de
su posesor. Es un pecado del rico conservar la posesión de sus riquezas tan
sólo para sí, reservándoselas para su uso exclusivo.
El rico no es más que el administrador de
los bienes que posee. Tiene que acordarse de la finalidad para la que Dios se
los ha confiado. Si las riquezas han caído en sus manos, es porque posee una
habilidad y un saber capaces de hacerlas fructificar en provecho de todos.
El
lujo es una usurpación
San Basilio denuncia el lujo desmesurado del
que están rodeados los ricos de Capadocia. Les reprocha haber imaginado mil
ocasiones para gastar y emplear su dinero...
Así es como los ricos tienen inmensas
cuadras llenas de caballos. Su tren de vida exige una infinidad de criados. En
cuanto a sus casas, nada es demasiado hermoso para ellas. Si todavía queda
alguna fortuna, se la esconde en tierra.
El lujo desmesurado de los ricos le
parece a San Basilio una ofensa a la desnudez de los pobres, cuyas casas se
derrumban y cuyos hijos se mueren de hambre.
San Gregorio Nacianceno, amigo de San
Basilio, hace eco de las enseñanzas del Obispo de Cesarea... Denuncia las
ambiciones de los ricos que amplían sus propiedades a costa de las de los
pobres.
Les reprocha a los comerciantes de trigo que se enriquecen como
criminales, aprovechándose de los tiempos de escasez.
San Gregorio de Nisa, hermano de San Basilio
y fundador de la teología mística, desarrolla un tema esbozado por San Gregorio
de Nacianzo: la igualdad primitiva de los hombres. Los bienes de la tierra, en
su origen, eran comunes.
No existían esas palabras funestas de mío y tuyo. Como
consecuencia de la falta original, hubo una distribución, pero ésta tenía que
ser justa... Por tanto, el rico tiene que compartir sus rentas. Puede usar de
sus bienes, pero no abusar de ellos.
Las
grandes fortunas son sospechosas
Durante once años, Juan, apodado Crisóstomo
(“boca de oro”) por su elocuencia, reúne en Antioquia a una muchedumbre ávida
de escuchar sus predicaciones y sus catequesis bautismales.
Nombrado Obispo de
Constantinopla en el año 397, se convierte en el defensor de los pobres y
empieza a tronar contra los acaparadores.
Llega a suscitar la cuestión del origen de
las riquezas. Admite la honestidad de los bienes adquiridos por el trabajo y
por la cría de ganado. Jacob recibió la recompensa de sus esfuerzos. Incluso
Abrahán fue enriquecido directamente por Dios...
San Juan Crisóstomo reprueba
las fortunas considerables que no han podido realizarse sin injusticia, ya que
rozan con miserias innumerables, impidiendo al pobre poseer el más pequeño lote
de tierra. Condena la propiedad que se basa en el robo y no en la bendición de
Dios.
Por otra parte, cada día se renueva el
despojo de los pobres. San Ambrosio, antiguo gobernador de Milán, estaba bien
situado para saberlo. Nombrado Obispo cuando no era más que simple catecúmeno,
se pone a estudiar para enseñar a los demás.
Independiente frente al poder,
toma la defensa de los pequeños contra las imposiciones de los poderosos.
Su opúsculo sobre “Nabot el pobre” comenta
el pasaje del libro de los Reyes (1,21), que narra la historia de Nabot,
asesinado por el rey Acabque deseaba su viña. El comienzo de la obra da el
tono: “La historia de Nabot es antigua en el tiempo, pero es también una
historia de cada día”.
El Obispo de Milán acude a la escuela de San Basilio de
Cesarea; se inspira en él para describir los apuros del padre de familia que no
sabe qué hijo vender primero para pagar sus deudas...
A los ricos de este mundo
el Obispo de Milán les recuerda que deberían... repartir sus recursos entre los
pobres, puesto que no son más que administradores de los mismos.
La
medida del don
A través de los escritos de San Basilio,
de San Juan Crisóstomo, de San Ambrosio y de San Agustín, se descubre una
enseñanza: lo que se condena es el lujo inaudito que contrasta violentamente
con la miseria del pobre.
Lo que es constante en los Padres de la
Iglesia es que los recursos tienen que servir para uso de todos...
La verdadera cuestión es la de examinar si
los cristianos pueden conservar todos sus bienes cuando a su lado hay pobres
que mueren de hambre. La medida del desprendimiento del rico se establece según
la escala del infortunio del pobre.
No se trata de preguntarse qué se puede
guardar, sino de saber qué es lo que hay que dar. San Juan Crisóstomo y San
Ambrosio de Milán no hablan solamente para los ricos.
Sus ideas afectan también
a los pobres, puesto que también ellos pueden encontrar una miseria mayor que
la suya y tienen también obligación de aliviarla.
La tradición más constante de los Padres
es que el pobre tiene que recibir lo necesario. La noción patrística de
administración es muy rica. La distribución de lo superfluo en limosnas no es
más que el aspecto pasivo.
Los Padres admiten perfectamente el aspecto
positivo: el de una buena administración que aumente el capital, para permitir
luego una distribución más abundante.
Decir que la limosna es a la medida de lo
superfluo, no es traducir exactamente el pensamiento de los Padres. El dinero
puede ser guardado por personas especialmente aptas para administrarlo en
interés de todos.
Pero, por otra parte, es posible que uno esté obligado a dar
incluso de lo necesario, cuando está en presencia de una desnudez absoluta.
En todo caso, San Agustín piensa que sería
posible una acción en el terreno legal contra un propietario absolutamente
refractario a sus deberes de administrador.
Una
enseñanza tradicional
En un Occidente profundamente trastornado
por el choque de las grandes migraciones de pueblos enteros, hubo dos Papas que
recogieron esta herencia doctrinal de los Padres de la Iglesia y la apoyaron
con su autoridad.
San León Magno (440-461), que tiene una idea
muy alta de su misión y sitúa al Papado en el centro de la Iglesia, no cesa de
recordar a los cristianos sus deberes con los pobres, a través del conjunto de
sus homilías.
San Gregorio Magno (590-604), cuya
influencia habría de marcar a la teología moral de los siglos VII al XII,
compone un breve tratado que, copiado una y mil veces, pasa a ser un libro
clásico: “Regla pastoral”.
En él, no solamente se traza el ideal de vida del
pastor, sino que se indican igualmente los puntos esenciales de la enseñanza
que los predicadores tienen que transmitir.
San Gregorio pone al frente de su
razonamiento sobre las riquezas el destino de los bienes. De ahí concluye que
sus posesores tienen que procurar lo necesario a los que carecen de ellos. Se
trata de un deber de justicia.
Su omisión equivale a un homicidio. Esto indica
la importancia de una obra semejante, que debe considerarse como la primera
encíclica social.
4.
La pobreza voluntaria
Siglos
IV-XI
Con la conversión de los dirigentes del
imperio, la desaparición del martirio como coronamiento normal de la vida
cristiana atenúa la tensión escatológica del Cristianismo. La tibieza y la
mediocridad corren el riesgo de instalarse, debido al aumento del número
cristianos y de conversiones a veces interesadas.
La huida “fuera del mundo”
toma el relevo de la mística del martirio y se presenta como otro camino de
acceso a la perfección.
Con San Antonio, el padre y modelo de los
monjes, que murió hacia el año 350, más que centenario según la leyenda, la
ruptura con el mundo se caracteriza ante todo por la renuncia radical a los
bienes.
Aldeano egipcio, cristiano de nacimiento, Antonio decide seguir al pie
de la letra las palabras de Jesús al joven rico: “Si quieres ser perfecto, ve,
vende todo lo que tienes...”.
Rompe, pues, con el mundo y se adentra en el
desierto. Reparte allí su tiempo entre el trabajo y la oración.
Arrastra a
numerosos imitadores que acuden a su lado en el Medio Egipto, o en sur de la
Tebaida, o también al noroeste, en el desierto de Nitria y el desierto de
Scete. Su irradiación es aún mayor con San Atanasio de Alejandría.
Este último
lo da a conocer en Occidente, durante sus destierros en Tréveris y en Roma. Con
su “Vida de San Antonio”, redactada hacia el 360, contribuye mucho al impulso
de la vida monástica.
La reunión de numerosos discípulos
presentaba ciertos inconvenientes, bien sea por las dificultades de
avituallamiento, bien debido a una emulación en los rigores ascéticos que
podían resultar excesivos.
Consciente de estos peligros, San Pacomio (+
346) funda en Tebaida, en Tabennisi, una comunidad monástica agrupada en el
interior de un claustro. Los anacoretas (= subidos al desierto) o
solitarios (monos: solo) o ermitaños (eremos =
desierto) se convierten entonces en cenobitas (koinos bios
= vida común). San Pacomio extiende esta institución cenobítica a todo Egipto.
En ella,
la desposesión de los bienes se inspira más bien en el ejemplo de los primeros
cristianos de Jerusalén (Hch 4, 32-24). Se vive la pobreza en la perspectiva de
la puesta en común de los bienes. El alimento, el vestido, los instrumentos de
trabajo se les proporcionan a cada uno, bajo el control del superior. Pero
nadie puede poseer nada como bien propio.
La regla de trabajo introducida en los
monasterios de San Pacomio tiene por objeto la subsistencia de la comunidad y
la asistencia a los pobres. Tiene que permitir la oración y evitar las
tentaciones.
San
Agustín y la vida fraternal
A diferencia de San Basilio, San Agustín
insiste menos en el desprendimiento de los bienes y en la ascesis que en la
comunión fraternal... Lo esencial de la vida monástica tiene que comprenderse
bajo el ángulo de la “vida en común”. Los hermanos y las hermanas deben
compartirlo todo en su vida...
A diferencia de San Pacomio, que había
adoptado un principio de estricta igualdad en este compartirlo todo, San
Agustín, atento a las personas, prefiere que el alimento y el vestido se le
distribuyan a cada uno según sus necesidades.
Tampoco quiere que los pobres
reciban en la vida monástica más que lo que tenían en el mundo.
Esta vida de fraternidad compartida la
extendería San Agustín de buen grado a todo el clero... Sin embargo, deja a su clero que
opte libremente: o seguir viviendo independientemente o llevar con él una vida
en común.
Por su ductilidad, los escritos de San
Agustín permitirán muchas adaptaciones. Estarán en el origen de la inspiración
de los canónigos agustinos y de los regulares, de los premostratenses y de los
dominicos...
Casiano
y el modelo monástico
En un mundo sometido a las invasiones
bárbaras, Juan Casiano nos ofrece una visión escatológica de la vida: se trata
ante todo de estar presente a Dios y de practicar un desprendimiento integral.
Casiano se forma en la escuela de los
cenobitas y de los anacoretas que vivían en el delta del Nilo y en el interior
de Egipto, en Scete y en los centros monásticos de las Celdas y de Nitria.
Ordenado diácono en Constantinopla y sacerdote en Roma, se dirige a Marsella
donde funda monasterios de San Víctor para hombres y de San Salvador para
mujeres.
A petición de los Obispos y de los monjes de
Lérins, Casiano pone por escrito las costumbres y las enseñanzas recibidas de
los monjes de Egipto.
Sus “Instituciones cenobíticas” (hacia el 420-424) y sus
“Conferencias” (Collationes: hacia el 425-426)
transmiten a Occidente, suavizando algunos puntos, las costumbres litúrgicas y
la espiritualidad del monaquismo oriental... la perfección evangélica no es
posible más que en la vida monástica, que exige la huida del mundo y una
renuncia total.
El abandono de todos los bienes es el punto de partida obligado
de la vida monástica y por tanto de la perfección... Muchos monjes de Lérins o
de otros lugares se convierten en Obispos y presentan el ideal monástico como
el único modelo de perfección cristiana; también aquí el abandono de los bienes
y la continencia caminan a la par.
Algunos laicos practican entonces la vida
ascética y deciden vivir en continencia. Constituyen una nueva categoría de
cristianos, en camino hacia la perfección monástica: los “conversos”.
San
Cesáreo y la versión pastoral del monaquismo
Cesáreo, atraído por la fama de Lérins, se
convierte allí en un monje distinguido por su austeridad. Nombrado Obispo de
Arles (502-542), traslada a su residencia episcopal su género de vida
monástico... el laico tiene que redimir por la práctica de la limosna el
disfrute de los bienes de este mundo, que no tiene el coraje de sacrificar por
completo.
Al no atreverse a renunciar a todos sus bienes, el cristiano
distribuye parte de ellos para hacerse perdonar la posesión de los demás. Al
final de este razonamiento, San Cesáreo llega a afirmar que los pobres son
necesarios para la salvación de los ricos.
La
Regla del maestro
Redactada probablemente a comienzos del
siglo VI, en el sur de Roma, por un abad “perfectamente informado de las cosas
monásticas y preocupado de la eficacia”, la “Regla del maestro”, inspirada por
otra parte en las obras de Casiano y de Cesáreo, “supone una larga experiencia
de las instituciones y de los hombres” (A. De Vogüé, Introduction de la Régle du Maitre (Sources chrétiennes 105). Cerf, Paris 1964,
122
El maestro exige de los candidatos que se
presentan a la puerta del monasterio una renuncia inmediata y total de sus
bienes... Este desprendimiento le permite al monje una obediencia absoluta...
Pero el monasterio conserva la propiedad y los productos de sus terrenos... Los
frutos de los terrenos servían para la vida cotidiana de los monjes, para las
necesidades de los forasteros de paso y para los pobres que pedían limosna...
Las tierras se arriendan a los laicos... Para evitar disiparse con las “preocupaciones
por el mañana”, por los “negocios seculares”, los monjes no se entregarán al
trabajo de los campos. No podrán realizar más que trabajos de artesanía y de
jardinería dentro del monasterio.
El
discernimiento de San Benito
.
Sea cual fuere la importancia de las
reglas monásticas que la preceden, la que iba a imponerse en el monaquismo
occidental se identifica con un nombre, el de San y Benito. Disgustado de la vida disoluta de Roma, adonde había ido a formarse,
Benito abandona la capital para experimentar la vida solitaria cerca de
Subiaco...
Su regla, redactada probablemente entre 530 y 560, depende de la
“Regla del maestro” y, a través de ella, del propio Casiano. Se inspira también
en las reglas de San Pacomio, de San Basilio y de San Agustín.
Se esfuerza por
conciliar las ideas complementarias de la vida cenobítica. Del Maestro y de
Casiano saca el eje vertical de la vida del monje: la importancia del abad y
las virtudes de la obediencia y de la humildad. De la regla de San Agustín saca
el eje horizontal de la existencia monástica: las relaciones fraternales y la
comunidad de bienes.
La regla de San Benito intenta ser una
“regla muy sencilla para principiantes” y deja al juicio del abad las
adaptaciones necesarias. Le corresponde a éste discernir lo que cada uno de los
monjes puede tener.
Por eso la renuncia total a los bienes no se hace en el
momento de entrar en el monasterio, sino después del tiempo de probación
necesario, a fin de dejar a salvo la libertad del candidato.
En el momento de la integración total en la
comunidad, la desapropiación debe ser total. Nadie podrá retener nada como
propio, sino que cada uno recibirá según sus necesidades. El abad puede añadir
un suplemento de comida, si el trabajo es más intenso, y decide de la calidad del
vestido y del calzado, según el clima y las condiciones locales.
A diferencia de la “Regla del maestro”, San
Benito prescribe a los monjes el trabajo manual, seguramente para evitar la
ociosidad, “enemiga del alma”, pero sobre todo para imitar la tradición de los
antiguos y de los apóstoles (48, 8).
También en este caso le corresponde al
abad distribuir el trabajo con prudencia, “a causa de los débiles” (48, 9).
“A
los hermanos enfermos y delicados les asignará una obra o un oficio apropiado,
de manera que no estén ociosos y que la violencia del trabajo no los aplaste o
les haga huir. El abad debe tener en cuenta su debilidad” (48, 24-25).
Por las tradiciones que recoge y sintetiza,
por su sentido del equilibrio y de la adaptación, la regla de San Benito estaba
dispuesta para alcanzar una gran difusión.
Fue la que conservó Carlomagno en su
deseo de unificar al mundo monástico. Los carolingios presentarán como tipo
ideal al monje entregado a la oración litúrgica, a la observancia de las
reglas, al estudio de las letras y de la teología, y sometido a una clausura
rigurosa.
5.
El servicio a los pobres: misión de la Iglesia
Siglos
IV-XI
Durante la Alta Edad Media, Oriente conoce
sobre todo una pobreza urbana persistente. En efecto, se queda al margen de las
invasiones germánicas; los desamparados acuden a las grandes ciudades:
Constantinopla, Éfeso, Cesarea, Antioquia, Jerusalén, Alejandría. Las malas
cosechas y las faltas de rentas obligan a los deudores a huir de los usureros
que les ahogan y a refugiarse en las ciudades.
Allí se aprovechan de la
distribución de víveres y pueden ejercer algunos humildes oficios. En las
grandes ciudades malvive una turba de marginados, que sufren a menudo de
desnutrición y son presa de las epidemias.
Al contrario, las invasiones germánicas
arruinan y despueblan a las ciudades de Occidente. La miseria se diluye a
través de los campos, que se convierten – sin olvidar a Roma, que sigue aún
manteniéndose – en lugar de confrontación de ricos y de pobres.
En los tiempos merovingios, el pobre lucha
por sobrevivir. La peste y las guerras hacen aumentar el número de refugiados y
de prisioneros,, de enfermos y de inválidos. Los recién nacidos abandonados,
las mujeres desamparadas, las viudas incrementan el número de pobres y de mendigos.
El campesino es ciertamente libre, pero se ve endeudado y aplastado, sufriendo
el patrocinio de un poderoso.
Los monjes y los clérigos, los que rezan,
ocupan la cima del orden social. Entre los laicos, los trabajadores y los
campesinos, los pobres y analfabetos, ocupan la parte más baja de la escala,
por debajo de los que combaten.
En la época carolingia, los pobres son más
bien los débiles, los humillados, frente a los poderosos. Pero hay además una
multitud de indigentes, de desgraciados reducidos a la ruina, víctimas de las
nuevas invasiones de normandos, húngaros o sarracenos.
Los pobres están a
merced de los poderosos que les despojan de su grano o de su ganado. Su
condición precaria se hace dramática en primavera, cuando se han agotado las
reservas.
La
asistencia organizada
San Basilio y la asistencia social: El Obispo de Cesarea no se contenta
con defender en sus homilías la causa de los pobres, sino que aparece como uno
de los primeros organizadores de la ayuda caritativa.
Apenas nombrado Obispo,
funda el establecimiento al que en el siglo V bautizaron con su nombre: la
“basilíada”.
Planeado al principio como hospedería o posada destinada a acoger
a los forasteros y vagabundos, el proyecto desemboca en un conjunto de
construcciones que forman una verdadera ciudad de los pobres, hasta el punto de
desplazar el centro de la actividad ciudadana.
San Basilio tiene que justificar
incluso la amplitud de esa fundación ante el gobernador de la provincia.
El
ayuno, fuente de limosnas
La tradición de los primeros siglos
cristianos relaciona íntimamente el ayuno con la limosna, tal como lo vemos
sintetizado ejemplarmente en León Magno.
No se trata solamente de una limosna
que acompañe al ayuno, sino de un ayuno que se convierte en fuente de limosnas
más abundantes.
El cristiano no se priva de cierta cantidad
de alimento sólo por abstinencia, sino por amor fraternal. La parte de
alimentos que se ahorra tiene que ser útil a los hermanos... Viene
oportunamente a recordar al cristiano que los bienes que los bienes no se le
han dado para su uso exclusivo, sino como a un administrador.
Enseña al
propietario que, si es necesaria cierta apropiación, el destino original de los
bienes es permitir la subsistencia de todas las creaturas humanas...
Los concilios merovingios codifican una
práctica que se desarrolló notablemente en tiempo de las invasiones, cuando los
Obispos alimentaron a las poblaciones hambrientas...
Las iglesias ofrecen también un asilo a los
perseguidos, que ven en peligro sus vidas. Más aún, del siglo V al VIII, las
guerras entre los francos, burgundios y godos arrojan al mercado muchedumbres
de prisioneros de guerra...
San Eloy negocia la compra de cautivos que
los comerciantes desembarcan en el puerto de Marsella. San Amando redime a los
cautivos y los instruye. Muchos de ellos le ayudaron luego en la evangelización
de los valles de Escaut, de Scarpe y de Lys....
Los bienes de la Iglesia son bienes de los
pobres... Esta expresión aparece en el Concilio de Agde (506) y se repite luego
en Clermont (535), Orleáns (538 y 541), Arles (554), Macon (581-583),
Paris (614), etc...
En el Pontificado de San Simplicio (468-483)
y sobre todo de Gelasio (492-496), las rentas de las iglesias deberán dividirse
en cuatro partes: una parte para el Obispo y sus deberes de hospitalidad, otra
para los clérigos, la tercera para los pobres y la cuarta para la restauración
de edificios.
Las
fundaciones hospitalarias
En un tiempo en que no existe la institución
hotelera, la función de la hospitalidad corresponde a todos los cristianos; los
laicos o los clérigos pudieron ejercerla a título particular...
En los siglos VI y VII, los Obispos realizan
el primer esfuerzo hospitalario... Las casas religiosas, dedicadas a la acogida
de los pobres, enfermos y peregrinos reciben el nombre de “xenodochia” u
“hospitalia”. Consta de su existencia, en el siglo VI, en Rouen, Reims, Metz,
Burdeos, Chalons sur Marne y Verdún.
La ciudad de Le Mans, encrucijada natural de
caminos, estuvo dotada muy pronto de todo un equipamiento hospitalario.
Entre
el año 513 y el 616 se crearon seis fundaciones, la primera por obra de laicos
y las otras cinco por tres Obispos sucesivos; aunque no fueran sus
propietarios, los Obispos tienen que proteger a los hospitales situados en sus
diócesis...
Los capitulares carolingios procuran renovar
la calidad de la acogida en las casas episcopales... La casa episcopal tiene
que acoger a todos los que se presenten. Los Obispos tienen la obligación de
recibir a su mesa a los pobres y necesitados.
La
“matrícula” de los pobres
La obligación de asistir a los pobres es tan
imperativa para las iglesias que se manifiesta además en otra institución: la
“matrícula de los pobres”.
Creada en el oriente egipcio en el siglo IV,
una especie de oficina de beneficencia, funciona en toda la parte oriental del
imperio con el nombre de “diaconía”. El monaquismo la extendió por Occidente.
En África y en Italia, en el siglo V, el término griego cede su lugar a la
palabra “matrícula”, es decir, lista o registro. Organizada en Roma por San
León Magno y Gelasio, la matrícula toma el relevo de la “annona publica” y se
extiende en el siglo VI por todas las ciudades y poblaciones mayores de las
Galias.
Esta institución se encarga de los pobres
válidos, pero sin trabajo, de las mujeres sin recursos, sobre todo viudas... La
Iglesia les da asilo, comida y vestido.
La
hospitalidad monástica
En
efecto, los monjes tienen que adoptar, de manera ejemplar, la enseñanza
prescrita a todos los cristianos, en relación con los bienes que administran.
La “Regla del maestro” subraya el vínculo
existente entre el ayuno monástico y la limosna. La regla de San Benito exige
que se reciba a los pobres y a los peregrinos con mayor respeto que a los
ricos, pues representan a Cristo.
La regla mixta, que recoge la regla de San
Benito y las de otros legisladores, centra todo el servicio de acogida y de
beneficencia en la “puerta” del monasterio.
El “portarius” dispone de una parte
de las rentas del diezmo cobrado sobre el producto del trabajo y del suelo, así
como de las limosnas, para repartir cada día pan, cerveza, queso, ropa, zapatos
y mantas, a los necesitados...
En el siglo XI, en Cluny existen tres
oficios destinados a la acogida de los transeúntes...
En la abadía de
Cluny, convertida en cabeza de una orden
monástica poderosa, se organizan distribuciones excepcionales en las grandes
solemnidades: una libra de carne para todos los pobres que se presenten el
último domingo antes de Cuaresma (domingo de los hachones) y el día de Todos
los Santos; ropa de pascua; zapatos en Navidad.
En 1018, la abadía de Cluny socorre a 17,000
pobres. Durante las hambres frecuentes en el siglo XI (1002, 1007, 1022, 1031),
San Odilón, el Abad, llega a vender los tesoros de la abadía para alimentar a
los pobres.
También las otras abadías están obligadas a organizar estas
distribuciones excepcionales.
* Paul Christophe, Para leer la historia de
la pobreza, editorial Verbo Divino, Navarra, España, 1989
- Mario Ángel
Flores, El pensamiento social de los Padres de la Iglesia, Colección
Doctrina Social Cristiana, No. 8, Instituto Mexicano de Doctrina Social
Cristiana (IMDOSOC), México 1988
Manuel Loza
Macías, S.J.:
- Iglesia primitiva: ¿comunista?, Temas de actualidad,
Confederación USEM (Unión Social de Empresarios Mexicanos), junio, México,
1982.
- Mensajes sociales para el mundo de hoy, Instituto Mexicano de
Doctrina Social Cristiana (IMDOSOC), México 1992
- Carlos Wagner, Los pobres en el mundo, Latinoamérica y México, en Palabra, revista doctrinal e ideológica del
Partido Acción Nacional, año 17, núm. 69, julio-septiembre, México 2004, pp.
11-34
- Historia
Gráfica de la Iglesia, Obra Nacional de la Buena Prensa, A.C., México 1990