Siglos XIX y XX
Para leer la historia de la pobreza
Por Bernardo López Ríos *
*
Católico, Apostólico y Romano, fiel a las enseñanzas de Su Santidad el Papa
Francisco, de Su Santidad Benedicto XVI, Papa Emérito, del Concilio Vaticano II
y del Magisterio de la Iglesia Católica
El hombre es un pobre que precisa pedir todo de Dios
Saint Jean-Marie Vianney, Cura de Ars
La felicidad del hombre no requiere abundancia de bienes;
una medianía le basta
Imitación
de Cristo, Beato Tomás de Kempis
Preámbulo
Los pobres, en cuanto tales, habían sido los grandes
olvidados de la historia. Sin embargo, desde su origen, la Iglesia ha acogido a
los pobres y a la pobreza como cuestiones permanentes que la interpelan sin cesar.
Pero ya hace algunos decenios que los historiadores han mostrado su
predilección por el mundo de los olvidados. Los ausentes de la historia
se han visto invitados a entrar en ella: emigrantes, desarraigados, esclavos,
cautivos, víctimas del hambre y de la miseria...
El servicio a los pobres y la búsqueda de la pobreza,
indisociablemente unidos entre sí, forman la trama y la cadena de una inmensa
tarea llevada a cabo por Paul Christophe, profesor en el Instituto
Católico de Lille y en el Seminario de San Sulpicio, en su obra Para leer la
historia de la pobreza, de la cual presentamos la siguiente reseña:
La primera dificultad de los historiadores ha sido la de
definir qué es un pobre, ya que el contenido de esta palabra ha ido variando
considerablemente a lo largo de las épocas. Michel Mollat ha dado para la Edad
Media una definición que puede ser considerada con validez para todas las
épocas:
El pobre es el que, de forma permanente o
temporal, se encuentra en una situación de debilidad, de dependencia, de
humillación, caracterizada por la privación de medios, variables según las
épocas y las sociedades, de poder y de consideración social:
dinero,
relaciones, influencia, poder, ciencia, calificación técnica, nacimiento
honorable, vigor físico, capacidad intelectual, libertad y dignidad personal.
Viviendo al filo de cada día, no tiene
ninguna oportunidad de elevarse sin la ayuda de otro. Esta definición puede
incluir a todos los frustrados, a todos los marginados, a todos los
abandonados, a todos los preteridos por la sociedad; no es específica de
ninguna época, de ninguna región, de ningún ambiente.
Tampoco excluye a los que, por ideal
ascético o místico, quisieron desprenderse del mundo o que, por abnegación,
escogieron ser pobres entre los pobres.
1. La Iglesia y la cuestión social
La vitalidad del catolicismo social alemán
se había manifestado no sólo por las sociedades obreras de Kolping y por la
acción de Monseñor Ketteler, sino también por la preparación activa del Concilio
Vaticano I en el plano social.
Sabido es que el Concilio, abierto el
8 de diciembre de 1869, fue suspendido por el Papa Pío IX el 20 de octubre de
1870, debido a la guerra franco-alemana y a la ocupación de Roma por las tropas
italianas.
Esta suspensión del Concilio dejó
archivados muchos votos y decretos. El canónigo Moufang, de la diócesis de
Maguncia, había propuesto un proyecto sobre el derecho de la Iglesia a socorrer
la miseria de los pobres. Treinta y dos Obispos de Alemania y de Europa Central
habían firmado un “postulatum” relativo a las sociedades obreras de Kolping.
Había sobre todo, entre los proyectos
de decretos elaborados por la comisión político-eclesiástica, un esquema
relativo al problema social: “La obligación de aliviar la miseria de los pobres
y de los obreros”.
El primero de sus tres capítulos
recuerda a todos que el uso de las riquezas tiene que ser conforme con el plan
de Dios y con el destino del hombre. El segundo capítulo recomienda las obras
de misericordia con los pobres, y sobre todo con los pobres vergonzantes.
Todos tienen que practicar la caridad:
los encargados de los negocios públicos, los ricos que han de dar cuenta de su
gestión, los ministros de Cristo que han de recordar que los bienes de la
Iglesia son el patrimonio de los pobres y no propiedad del Clero.
El tercer capítulo es especialmente
interesante. Después de denunciar las causas que impiden el ejercicio de la
caridad, define los deberes de cada uno y distingue las exigencias de la
justicia” (los empresarios –“domini”- han de pagar al obrero un salario
suficiente que le permita vivir), las exigencias de la “equidad” (sugiere una
participación de los obreros en los beneficios que enriquecen a los patronos) y
las exigencias de la “caridad” (exige asignaciones para la enfermedad y hasta cierta
“promoción” de los obreros).
El documento invitaba finalmente a los
Obispos a trabajar por la supresión de la miseria obrera. En la introducción,
el redactor desconocido deploraba el número cada vez mayor de los trabajadores
que caen en la miseria, y comenzaba con esta frase significativa:
“No podemos guardar silencio”. No se sabe si la comisión
directora conservó este esquema. De todas formas, la interrupción del Concilio
no permitió alertar al conjunto de los Obispos sobre el problema obrero. Fue preciso
esperar todavía veinte años para ver la aparición de un documento de alcance
universal.
Los laicos toman el relevo
Durante los dos decenios que siguieron al
vaticano I, se pronunciaron sin embargo muchas voces sobre los remedios que
aplicar para mejorar la condición del proletariado industrial.
La renovación del compromiso de los
cristianos en Francia se lleva a cabo a partir del descubrimiento del
catolicismo social alemán.
Fue una verdadera revelación para Albert de Mun y para
René de La Tour du Pin, dos oficiales de carrera, llevados presos a Renania
durante los desastres de 1870. Volvieron a Francia con la voluntad de servir a
la Iglesia reconciliándola con el pueblo.
El aplastamiento brutal de la Commune
les hizo medir mejor el abismo que los separaba. Durante toda su vida, Albert
de Mun guardará el recuerdo de aquello.
El encuentro con Maurice Maignen,
fundador con Le Prevost y Myionnet del Instituto de hermanos de San Vicente de
Paúl, y con un círculo de jóvenes obreros, boulevard de Montparnasse, acabó de
transformar a de Mun. Maurice Maignen evoca apasionadamente ante él el drama de
la Commune: “¡Los verdaderos responsables!
¿Sois vosotros, los ricos, los
grandes, los que vivís bien, los que os divertís tanto que pasáis al lado del
pueblo sin verlo, sin conocerlo, sin saber nada de su alma, de sus necesidades,
de sus sufrimientos...!”.
El 23 de diciembre de 1871, Albert de
Mun, René de La Tour du Pin, Emile Séller, León Gauthier y otros se reúnen en
torno a Maurice Maignen.
Deciden fundar una obra nueva: la
creación de círculos en cada distrito de París y a través de toda Francia, para
reconciliar al pueblo y a la Iglesia, para reconstruir un nuevo orden social
inspirado por un espíritu cristiano. El domingo 7 de abril de 1872 se fundó en
Belleville el primer grupo.
El domingo siguiente, Monseñor
Mermillod, auxiliar de Lausana y de Ginebra, fue a predicar a Santa Clotilde:
en una iglesia llena de gente ofreció el apoyo de su palabra a la obra naciente
de los Círculos católicos obreros.
Los Círculos se desarrollaron
rápidamente. En 1878 reunían a más de 30,000 miembros. Pero pronto vino la
decadencia, ya que los obreros difícilmente toleraban el “patronazgo” de unos
dirigentes salidos del mundo aristocrático y a menudo del ambiente militar.
Por otra parte, los mismos fundadores
se fueron confrontando entre sí, a propósito de los objetivos de la obra.
Maurice Maignen quería mantenerla en el terreno religioso y lamentaba el
abandono de una formación cristiana seria de las familias obreras. Albert de
Mun dejó el ejército y se dedicó a la vida parlamentaria, esforzándose en
traducir en leyes los deseos de los Círculos.
León Harmel desconfiaba del recurso a
los poderes públicos, mientras que La Tour du Pin se dedicaba más bien a la
investigación doctrinal.
En efecto, La Tour du Pin estimuló un
consejo de estudios, con la finalidad de elaborar una doctrina social,
necesaria más que nunca por entonces. Este consejo publicaba “Avis”
regularmente sobre las conclusiones a las que iba llegando...
En marzo de 1881, el conde de Breda y
La Tour du Pin dirigieron al vaticano dos memoriales, presentando una síntesis
de sus trabajos.
Estos documentos, dirigidos a Roma por
unos laicos, “forman, cronológicamente hablando, el primero de los dossier que
desembocaron en la encíclica “Rerum novarum” (Charles Molette).
Denunciando la libertad ilimitada del
trabajo, Breda demuestra la necesidad de “cierta intervención del
Estado” para proteger a los obreros contra las consecuencias de la
concurrencia internacional.
Llega incluso a proponer al Papa una
iniciativa que podría alcanzar un relieve singular: que el Papa apelase a los
gobiernos europeos, invitándoles a una conferencia en el Vaticano y en la que
el Pontífice defendería la causa de los pobres, no tomando él mismo las
decisiones, sino haciéndose el abogado de los obreros...
... aun con las mejores leyes del
mundo, siempre habrá ricos y pobres, patrones y obreros; por consiguiente,
incluso desde el punto de vista de este mundo, la caridad, el espíritu de
sacrificio y la resignación siempre serán necesarios para la verdadera paz
social.
Pero, debido al pecado original,
la práctica de las virtudes no será nunca universal; tiene que haber leyes
humanas, precisamente porque, al haber caído la humanidad, no bastan los medios
de persuasión para impedir las injusticias. Sobre todo en el terreno de
los intereses materiales domina generalmente la tendencia a los abusos, a los
excesos de codicia, al egoísmo; por tanto, la ausencia de todo freno es
mala en sí misma y se da siempre en detrimento de los más débiles...
... en la situación actual del mercado, son
indispensables ciertas reformas internacionales para llegar a resultados serios
a favor de los obreros.
En los orígenes de la encíclica social
La cuestión
romana y el cisma de Inglaterra presentaban para la Santa Sede un inconveniente
de primer orden para la reunión de una conferencia de este tipo, pero las
dificultades que encontraban los católicos sociales indujeron al Papa a hablar
públicamente.
En el Vaticano empiezan a acumularse dossier, procedentes no sólo de Francia, sino también de Alemania y de otros países en que se mantenía contacto entre la Iglesia y el mundo obrero.
En el Vaticano empiezan a acumularse dossier, procedentes no sólo de Francia, sino también de Alemania y de otros países en que se mantenía contacto entre la Iglesia y el mundo obrero.
Las peregrinaciones de la Francia del Trabajo a Roma
desde 1885: los patrones y obreros buscaban una solución.
La Conferencia Internacional de Berlín
convocada en 1890 para iniciar una legislación obrera. El Emperador Guillermo
pidió ayuda al Papa.
En Austria, el barón de Vogelsang,
protestante convertido al catolicismo bajo la influencia de Ketteler, denuncia
la miseria inmerecida de los obreros y sostiene vigorosamente la necesidad de
una intervención del Estado.
En Inglaterra, el Cardenal Manning
interviene en 1889, en la huelga de portuarios de Londres y obtiene de los
patronos ciertas ventajas para los obreros.
En efecto, la huelga de los estibadores de Londres en
1889, de más de 250 mil obreros había estancado la vida económica de la Nación
y dejó sin pan a miles de hogares; en centenares de buques se pudrían las
mercancías. Los obreros eran agitados por Burns.
Gracias a la mediación del incansable Cardenal Maning,
quien influyó en favor de los cargadores de muelles, se logró la solución que
fue llamada “la paz del Cardenal“.
En Estados Unidos, el cardenal Gibbons
acepta la defensa de los “caballeros del trabajo”, en 1886-1887... Mediante
algunas modificaciones en sus estatutos, León XIII admitió su legitimidad.
Apoyado por la gran mayoría de Obispos
norteamericanos, Gibbons había dirigido a Roma un memorial exponiendo la idea
de que en los Estados Unidos “la Iglesia tenía que basarse en el pueblo o verse
condenada a muerte”.
Monseñor Mermillod abrió en Suiza el
camino al catolicismo social. Deseaba ayudar a los católicos de Ginebra, que
eran en su mayoría emigrantes pobres.
A su alrededor se agrupó la Unión
de Friburgo, en la que se reunían los que trabajaban en la elaboración de
una doctrina social confrontando los diversos puntos de vista: franceses como
La Tour du Pin y Milcent, austríacos como el conde de Blome y Vogelsang, suizos
como Descurtins y Pitón, el teólogo alemán Lehmkuhl, etc.
Su impulsor fue Monseñor Mermillod y
las cuestiones materiales quedaron resueltas por el conde de Blome, que subrayó
el trabajo insustituible realizado por La Tour du Pin:
“El es el verdadero fundador de esta
Unión; el concibió la idea; él la organizó y es él, aunque no aparezca, el que
sostiene y mantiene su creación”.
En Friburgo se fue elaborando una
doctrina social católica progresivamente. Su contenido quedó ampliamente
sancionado en la encíclica de León XIII.
La encíclica Rerum novarum
Alertado regularmente sobre la necesidad de
proteger a la clase obrera a partir de todas las iniciativas de los católicos
sociales y de los informes que le enviaban, León XIII adquiere la convicción de
que hay que reunir todas las buenas voluntades y que él mismo tiene que tomar
posición en el asunto.
En aquellos finales del siglo XIX
resultaba urgente una intervención pontificia. Mientras el desarrollo
industrial llegaba a su apogeo – su símbolo era la Torre Eiffel, levantada para
la exposición universal de 1889 -, las manifestaciones populares se hacían cada
vez más violentas (Anzin en 1884, Decazeville en 1886, Fourmies el 1 de mayo de
1891, Chicago en 1886) y el movimiento obrero se ve solicitado por las
doctrinas de Proudhon, de Lasalle o de Marx.
Los cristianos lúcidos saben que
existe una miseria insoportable.
Redactada por el Padre Liberatore,
jesuita italiano, revisada y corregida por los Cardenales Zigliara y Mazella,
la encíclica “Rerum novarum” aparece el 15 de mayo de 1891. Sea cual fuere su
participación en la elaboración del texto, León XIII la cubrió con su
autoridad...
León XIII repite, en efecto, siguiendo
a sus predecesores, que si los hombres y las naciones viviesen cristianamente,
no sería necesario crear organizaciones y prever remedios.
El trabajo es presentado como una
expiación costosa. Se define la desigualdad entre los hombres como una ley de
la naturaleza (en términos similares al diccionario de teología de Bergier).
La evocación de las clases superiores
y de las clases inferiores, la asimilación del pobre al obrero, del rico al
patrono, subraya esta idea de desigualdad natural...
Pero, después de criticar “el falso
remedio” que es el socialismo, la “Rerum novarum” aporta puntos de vista
realmente nuevos en la Iglesia. Esta toma nota de la condición obrera
específica, denuncia la “miseria inmerecida” de los trabajadores, preconiza en
el terreno social la acción de la justicia y de la caridad.
El salario justo no es ya el salario
convencional mediante un contrato, sino el que permita al obrero atender a sus
necesidades. Tiene que proporcionarle un ahorro para los días difíciles y
facilitarle la adquisición de un modesto patrimonio. La caridad tiene un
terreno muy amplio. Se manifiesta en todo lo que afecta ala dignidad humana.
Anima y vivifica la justicia.
León XIII recomienda igualmente todas
las formas de asociación. Utiliza en la encíclica una variedad de palabras y de
fórmulas para evitar que su pensamiento quede encerrado en cualquier tipo de
sistema. Subraya los beneficios de toda asociación y recomienda tanto a las que
agrupan sólo obreros como a las que reúnen a la vez a obreros y patronos... La
encíclica constituía un verdadero momento fundador.
En ella se fijó la posición de los católicos en la
cuestión social: se proclamaron los derechos y deberes de los patrones y de los
obreros; se enalteció al trabajo, pues no puede equiparársele a una mercancía
cualquiera, ni la ley de la oferta y la demanda es suficiente para establecer
la justicia en el salario; se indicaron al Estado sus deberes en el orden
económico-social; se hizo apología de las asociaciones profesionales, obreras y
patronales, a las que el Estado debe reconocimiento y protección, y se defendió
la correcta noción de propiedad privada reconocida ya por los Santos Padres.
Desde entonces quedó establecida la Doctrina Social de la
Iglesia.
El tiempo de las fundaciones
El impulso dado por la encíclica
“Rerum novarum” se tradujo durante los decenios siguientes en múltiples
iniciativas. Sensibilizados por la miseria del mundo obrero, los cristianos se
esforzarán cada vez en mayor número en conocerla mejor para mejorar realmente
su condición.
En Francia, inspirándose también en la
encíclica “Au milieu des sollicitudes” (20 de febrero de 1892), que exigía
la aceptación de la república, algunos católicos se pusieron a realizar un
programa social, no ya apoyándose en las clases privilegiadas, sino a partir de
los propios obreros.
Mientras que los católicos sociales de
tipo paternalista prosiguen el desarrollo de múltiples obras y quieren crear
sindicatos mixtos (es decir, que agrupasen a patronos y a obreros), los
demócratas cristianos reconocen el derecho de iniciativa y la
responsabilidad del pueblo.
Los obreros tienen que tomar en sus manos su
destino, promover nuevos dirigentes y contribuir ellos mismos a su liberación.
Fundado en Reims en 1891, el primer
círculo cristiano nació de la iniciativa de unos trabajadores que acudieron al
párroco de Saint-Rémy para estudiar la cuestión social según la enseñanza
cristiana, “ya que hoy, en la Iglesia, el viento sopla de este lado...”.
Animados por León Harmel, se crean
otros círculos, dirigidos por los obreros. Se reúnen en una federación que
celebra su primer congreso en Reims en mayo de 1893. Ferdinand Leclercq,
militante obrero cristiano del norte, logra que se adopte allí una moción a
favor de los sindicatos independientes, patronos de un lado y obreros de otro.
La mayoría del congreso opina con él
que el único camino adecuado a la mentalidad de los obreros es el del sindicalismo
obrero independiente.
Hay jóvenes sacerdotes entusiastas que
afirman la necesidad de ir al pueblo. Los “curas demócratas” se hacen
conferenciantes o periodistas como Naudet o Garnier, o diputados como Lemire o
Gayraud.
El primer cura demócrata que entró en
la Cámara de Diputados bajo la terecera república fue Lemire, que se vio
implicado en todas las iniciativas sociales en materia de legislación... Brotó
una nueva aspiración: “hacerse pueblo”; en 1902, el Abate Calippe se imaginó ya
cómo podría ser la vida de un sacerdote obrero.
En Bélgica, en 1892, la liga democrática se
pronuncia por los sindicatos obreros que defendía enérgicamente el dominico
Rutten.
Los demócratas cristianos reciben el apoyo del
cardenal Mercier, que no vacila en declarar que, “cuando trabaja por repartir
más equitativamente la riqueza pública, el socialismo tiene razón”.
En Alemania, Hitze piensa que “sólo
una obra legislativa amplia y profunda, sólo la mano omnipotente del Estado,
podrá poner orden en la vida social”. En Renania y en Westfalia se desarrollan
sindicatos cristianos que agrupan a obreros católicos y protestantes...
Influido por el movimiento social
alemán, el Abate Ariëns lanza en los Países Bajos, en 1891, el primer
sindicato católico de obreros.
En Italia, Giuseppe Toniolo anima la Unión
católica para los estudios sociales. El “programa de Milán”, puesto a punto en
1894, propone la participación del obrero en los beneficios y la posibilidad de
ser accionista, así como las disposiciones para promover la difusión de las
casas en propiedad.
Con su revista “Cultura sociale”, Romolo
Murri, un sacerdote muy popular entre los estudiantes, quiere fundar la
democracia sobre los principios cristianos.
Arrastra a una fracción del clero joven al
terreno político y suscita las reticencias de los Obispos de Italia.
Por las mismas fechas, en Francia, el
Obispo de Annecy, Monseñor Isoard, critica los congresos de Reims (1896) y de
Bourges (1900), en los que se reunieron en ambos casos unos 700 sacerdotes en
torno a dos temas: actuar y adaptar.
A través de esos congresistas que
proponían un nuevo tipo de formación para preparar sacerdotes presentes en el
mundo contemporáneo, Monseñor Isoard veía una crítica a la concepción tradicional
del sacerdocio y de la autoridad.
Para calmar los ánimos, en enero de
1901, León XIII publica la encíclica “Graves de communi”, en donde admite la
legitimidad de la expresión “democracia cristiana”, pero le quita todo sentido
político, “no dándole más significación que la de una acción cristiana benéfica
para con el pueblo”; el Papa intentaba mantener la unidad de las fuerzas
católicas reduciendo la “democracia cristiana” al catolicismo social.
Se buscaba un camino medio entre las
audacias de los demócratas y las reservas de los amigos del paternalismo o del
ideal corporativista, deseando una profundización en la “Rerum novarum” que
evitase las rupturas.
Nombrado en 1889 presidente de la
Acción Católica de la Juventud Francesa (ACJF), Henri Bazire imprime al
movimiento una orientación cada vez más social, inspirada en la encíclica y
respondiendo al lema: “Sociales, por ser católicos”...
A partir de 1904, las Semanas
sociales, fundadas por Adéodat Boissard y Marius Gonin, desempeñan la función
de universidad itinerante para difundir las doctrinas sociales.
Henri Lorin, presidente de la Unión de
estudios de católicos sociales, prolongación de la Obra de los Círculos, define
los temas de las Semanas desde 1905 hasta 1914...
El Padre Henri Leroy funda la Acción
popular en 1903. El Padre Gustave Desbuquois la dirige de 1905 a 1946. Este
organismo intenta “ayudar” a todos los que trabajan en el terreno social por
sus publicaciones, sus conferenciantes, sus consejeros. Los secretariados
sociales actúan en el mismo sentido.
Acción popular, hoy convertida en
CERAS, permitía actuar a los que trabajaban en el terreno social. Incluso los
principales responsables “recurrían a sus opiniones en sus dudas:
Eugène Duthoit, brillante presidente
de las Semanas sociales, un Zirnheld y un Tessier de la CFTC (Confederación Francesa de
Trabajadores Cristianos), un Abate Guérin, fundador de la JOC (Juventud
Obrera Cristiana) en Francia, hasta militantes locales o jóvenes sacerdotes
que encontraban allí, como bien sabemos, de primera mano, la luz y la seguridad
que necesitaban, y esto sin tener que temer ningún intento de absorción”
(Paul Droulers).
Acabamos de mencionar dos fundaciones
que marcan de manera especial el periodo entre las dos guerras: la JOC y la
CFTC.
En Bélgica, un joven sacerdote, Joseph Cardijn, comprueba que la entrada en la fábrica equivale para el joven trabajador a la salida de la Iglesia. En 1924 lanza la juventud obrera cristiana (JOC).
En Bélgica, un joven sacerdote, Joseph Cardijn, comprueba que la entrada en la fábrica equivale para el joven trabajador a la salida de la Iglesia. En 1924 lanza la juventud obrera cristiana (JOC).
El Abate Georges Guérin, vicario en
Clichy, decide imitar esta fórmula. Reúne a unos cuantos jóvenes obreros y
aprendices en torno a Georges Quiclet: así nació la JOC francesa (1926).
Aporta a la ACJF una nueva pedagogía. Su
método de encuesta: “ver, juzgar, actuar”, invierte el proceso habitual de
los católicos, obliga a poner atención en la realidad, en las condiciones de
vida.
“El descubrimiento de los ambientes de vida, escribe el Abate Pierre Tiberghien,...: aquello fue para muchos de nosotros como un fogonazo”.
“El descubrimiento de los ambientes de vida, escribe el Abate Pierre Tiberghien,...: aquello fue para muchos de nosotros como un fogonazo”.
La JOC devolvía a los militantes el
orgullo de ser cristianos; se había fijado como objetivo la recristianización
del mundo obrero.
Pero “el ‘Nous referons chrétiens nos
frères’ (“volveremos a hacer cristianos a nuestros hermanos”), que cantaban con
ardor, significaba que se quería también ayudar a los jóvenes trabajadores a
encontrar unas condiciones de vida, de trabajao.
De alojamiento, de ocio, que les
permitiera escuchar mejor el Evangelio y vivir como cristianos” (Cardenal Marty).
En Francia, en vísperas de la primera
guerra mundial, los sindicatos libres se reúnen para dar origen a la
Confederación Francesa de Trabajadores Cristianos (CFTC).
Intenta inspirarse en
la encíclica “Rerum novarum” y provocaría diez años más tarde una decisión
romana de alcance universal.
Desde sus primeros congresos, la CFTC pidió
la generalización de los convenios colectivos y solicitó el arbitraje para
encontrar una salida a los conflictos sociales.
Su aparición en 1919 la enfrentó desde el
principio con la CGT, que se consideraba como la única representativa del mundo
obrero. Pero provocó además el descontento de los patronos, irritados al ver
que los obreros católicos exigían sus derechos con vigor.
Un conflicto ejemplar la opuso al consorcio
textil de Roubaix-Tourcoing, un organismo patronal que quería ser social, pero fuera
de toda participación sindical.
El consorcio, convencido de que los
sindicatos cristianos eran organizaciones peligrosas, se dirigió al Vaticano
para obtener su apoyo, en medio de un clima social especialmente tenso.
En diciembre de 1923, Eugène Mathon,
presidente del consorcio, envió a Roma un informe, inspirado sin duda por el
secretario general, Désiré Ley, y dirigido contra el Clero que aconsejaba los
sindicatos libres.
En agosto de 1924, expidió un segundo
informe dirigido contra los sindicatos cristianos atacándolos en sí mismos.
Denunciaba sus tendencias socialistas, su connivencia con las organizaciones
revolucionarias y sus intenciones políticas.
El Vaticano emprendió una larga
investigación, confiada al Padre Danset, y comunicó finalmente su respuesta, en
1928, a Monseñor Jansoone, administrador de la diócesis de Lille.
Más tarde, Roma se decidió a publicar este
juicio de la Congregación del Concilio, en 1929, para aprobar la actitud de la
CFTC y la de Monseñor Liénart, el nuevo Obispo de Lille, cuando las huelgas de
Halluin.
La Congregación del Concilio confirma el
derecho de los obreros cristianos a constituir sindicatos distintos y desea que
se desarrollen.
Los empresario industriales no han de
ver en ellos un desafío en su contra.
En cuanto a las acusaciones que atribuían a
esos sindicatos “un espíritu marxista y un socialismo de Estado, están
totalmente privadas de fundamento y son injustas”.
Roma admite además una alianza de
sindicatos cristianos con los sindicatos neutros e incluso socialistas, a
título excepcional, para acuerdos temporales y evitando los peligros posibles.
Finalmente, la Congregación felicita a
los Obispos de la región del norte por haber confiado a sacerdotes competentes
la misión de asistir a los dirigentes y a los miembros de los sindicatos en el
plano espiritual, así como para las cuestiones que tenían implicaciones
morales.
Era una victoria para los sindicatos
cristianos. “Ya no estaba permitida la duda; la Santa Sede había aprovechado la
ocasión del conflicto de Roubaix-Tourcoing para dar derecho de ciudadanía en la
Iglesia al sindicalismo cristiano.
Los patronos que siguieran
combatiéndolo o incluso ignorándolo no podrían apelar ya a la Doctrina Social
Católica”
(Robert Talmy).
La encíclica “Quadragesimo anno”
Para conmemorar el cuadragésimo
aniversario de la encíclica “Rerum novarum”, Pío XI se dirigió esta vez, no
sólo a la jerarquía, sino a todos los fieles del mundo.
Hacía el balance de los resultados de
la intervención de León XIII en 1891 y definía él mismo nuevas orientaciones.
En la encíclica “Quadragesimo anno” (15 de mayo de 1931), el
Papa comprueba que el capitalismo liberal, constituido por unidades de
dimensiones medias, ha cedido el lugar a una pujante concentración de
capitales, a un verdadero “régimen capitalista”.
Los que gobiernan el crédito tienen
“la vida en sus manos, de forma que no se puede ni respirar sin su
consentimiento”.
Ante un mundo que avanza cada vez más
decididamente por el camino del capitalismo o por el camino del marxismo, Pío
XI reconoce a los sindicatos obreros “la función de defender en el mercado del
trabajo los derechos y los justos intereses de los asociados”.
Los sindicatos cristianos tienen la
misión de “sostener vigorosamente los derechos y los justos intereses de los
trabajadores y de impulsar incluso hacia la aplicación de los principios
cristianos en materia social”.
Para estimularlos por este camino, el
Papa introduce por primera vez en un documento pontificio la expresión
“justicia social”.
Estaba, sin duda, lejos todavía de
tener un sentido claramente definido, pero la encíclica hablaba de ella en
función de los frutos que cabía esperar de la misma: una mejora de las
relaciones entre patronos y obreros, una corrección de la distribución de la
renta nacional y una participación de todas las clases en los recursos
acumulados por los progresos de la economía...
La justicia social expuesta por la
encíclica “Qudragesimo anno” abarcaba todas las relaciones que se establecen en
el terreno económico; tenía un contenido muy amplio; sus manifestaciones
variarían según los tiempos, los lugares y las situaciones; debía ser fuente de
dinamismo y de invención.
En 1934, el presdidente de la ACJF, que
exponía al Papa cómo sobre su movimiento repercutían las ideas de la encíclica
“Qudragesimo anno”, se extrañó al ver cómo Pío XI fruncía el entrecejo. El Papa
le explicó:
“¿Cree que hoy, en 1934, no diríamos más
que lo que escribimos en 1931..., haca ya tres años?”
Y el Papa añadió que la verdadera fidelidad
tiene que hacerse inventiva.
“Vuestra tarea, concluyó Pío XI, en este
terreno, es trabajar por preparar la próxima encíclica sobre la cuestión
social”.
Bibliografía
* Paul
Christophe, Para leer la historia de la pobreza (del siglo I al siglo
XX), editorial Verbo Divino, Navarra, España, 1989
Bibliografía complementaria
Cardenal Joseph Höffner, Sistemas económicos y ética
económica, Normas de doctrina social católica, Instituto Mexicano de
Doctrina Social Cristiana (IMDOSOC), México, 1987
- Doctrina Social Cristiana, Ordo Socialis,
Herder, Barcelona, 2001
J. Rafael Faría, Curso Superior de Religión,
Librería Voluntad LTDA., Bogotá, 1955
- Ética, Curso de Filosofía, México, (s.f.)
Bernardo López Ríos:
La Iglesia y la
Cuestión Social, en Disidencias, boletín de Ciencias Políticas y
Administración Pública, nos. 27/28, agosto-septiembre, Escuela Nacional de
Estudios Profesionales “Acatlán”, UNAM, México 1982, pp. 24-39
En Palabra, revista doctrinal e
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Las fuentes social cristianas del
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enero-marzo, México 1999, pp. 123-141
Para leer la historia de la pobreza (del siglo I al siglo XI), Año 17, No. 70, octubre-diciembre,
México, 2004, pp. 107-126
Para leer la historia de la pobreza (del siglo XI al siglo XV), Año 18, No. 71, enero-marzo,
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Para leer la historia de la pobreza (siglo XIX), Año 18, No. 74,
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