Precursor de la genética moderna
Jérôme Lejeune (1926-1994)
Científico, médico y padre de familia
Por Bernardo López Ríos *
* Católico, Apostólico y Romano, fiel a las enseñanzas de Su Santidad el Papa Francisco, de Su Santidad Benedicto XVI, Papa Emérito, del Concilio Vaticano II y del Magisterio de la Iglesia Católica
Introducción
En el coro de Nôtre-Dame, ante un gentío compacto y recogido, Bruno, trisómico 21, se adelanta. Gracias a su cariotipo y al de otros seis trisómicos papá realizó su descubrimiento. Es un gran motivo de gloria para Bruno. Durante la oración universal, ante la sorpresa general, coge el micrófono. Tiene en la mano la foto que hemos repartido por los asientos al principio de la ceremonia. Con una voz fuerte y clara dice: “Gracias, mi profesor, por todo lo que has hecho por mi padre y por mi madre. Gracias a ti, estoy orgulloso de mí mismo”.
Clara Gaymard-Lejeune, de 38 años de edad, madre de
siete hijos, licenciada en la École Nationale d’Administration (E.N.A.) de
París, trabaja en el Ministerio de Finanzas francés y nos ofrece una impactante
biografía de su padre, Jérôme Lejeune (1926-1994),[1] fundador de la
genética moderna, uno de los más grandes científicos del siglo XX
internacionalmente aclamado, descubridor de numerosas enfermedades de origen
genético, de las que la trisomía 21 (el síndrome de Down) es la más conocida;
docente de Genética fundamental en Francia, su país natal, y en los Estados
Unidos, y en el momento de su muerte profesor de la Universidad de París.
Miembro de numerosas academias científicas nacionales, recibió prestigiosas
distinciones y premios por sus investigaciones sobre las enfermedades
genéticas. Padre de cinco hijos, Lejeune fue un ardiente defensor del derecho a
la vida desde el momento de la concepción de la persona humana, especialmente
del derecho a la vida de las personas con discapacidad a las que siempre
protegió, defendió y atendió como auténtico médico, ejemplo universal para
todos los galenos.
Buscad y encontraréis
Nombrado profesor de medicina a los treinta
y ocho años, era el catedrático más joven de Francia, y habían creado para él
la primera cátedra de Genética Fundamental de toda Francia.
Desde muy joven, descubrió su verdadera
vocación: explicar, comprender y curar las enfermedades mentales, en especial
esa extraña enfermedad que hace que los niños que la padecen tengan una cara
peculiar. En aquella época se pensaba que la sífilis está en el origen del
mongolismo y a la enfermedad se le consideraba vergonzosa e incluso contagiosa.
Convencido de que hay algo que encontrar, pero en un lugar distinto de donde
hasta entonces se había buscado, Lejeune aprende inglés y lee todo lo que puede
sobre bioquímica y genética.
Aunque la genética moderna no existe
todavía, ya se sabe que el ser humano tiene cuarenta y seis cromosomas, Lejeune
presiente que el mongolismo es la consecuencia de un accidente genético y
gracias a un microscopio improvisado lo encuentra. Estudia el cariotipo, el
carnet de identidad genético de cada persona, con Marthe Gauthier, quien había
aprendido las técnicas de desdoblamiento de cromosomas en Estados Unidos.
Lejeune descubre que todos los mongólicos
tienen la misma característica genética: en vez de dos cromosomas 21, tienen
tres. Esta enfermedad se llamará desde entonces trisomía 21. Habría podido
llamarla “enfermedad de Lejeune”, pero lo importante para él es haber devuelto
el reconocimiento de su dignidad a los enfermos y a sus familias. La trisomía
21 es un accidente genético, no es contagiosa y su origen no está en la sífilis.
A partir de entonces, cuando el niño
afectado pase por la calle con su madre,
la gente ya no se cruzará de acera para evitar el contagio de su prole. A
partir de entonces las familias sabrán que, si su hijo está enfermo, ellas no
tienen la culpa... El descubrimiento absuelve a los padres de toda culpa. El
hijo, al que aman a pesar de todo, lleva en su rostro y en su inteligencia la
consecuencia de un error genético. Pero es su hijo y se les parece...
En aquellos tiempos ya es un joven médico
genetista muy reconocido por sus investigaciones sobre las radiaciones
nucleares, especialmente en el seno de organismos internacionales como la ONU.
Presenta su descubrimiento a los mejores investigadores americanos. Pero es muy
joven, su ciencia es muy reciente y todos le escuchan con una sonrisilla.
No publicó su descubrimiento junto a
Marthe Gauthier y Raymond Turpin hasta enero de 1959. Durante esos ocho meses,
contó lo que había descubierto a todo aquel que quiso escucharle. Cualquiera
hubiera podido robarle su descubrimiento, pero nadie le creyó. Vuelve a su
consulta con sus pacientes, asistido por Marie-Odile Réthoré, hoy miembro de la
Academia de Medicina francesa, quien le acompañará a lo largo de todas sus
investigaciones...
Después de esta publicación clave,
vinieron otros descubrimientos: la enfermedad del grito del gato, la monocromía
9, la trisomía 13, etc. Y la gloria. Parece evidente que recibirá el premio
Nobel. No sólo ha hecho un descubrimiento fundamental, sino que ha abierto las
puertas de la Genética a nuevas generaciones de investigadores.
Lejeune se había convertido en investigador
por necesidad porque, para intentar curar las enfermedades, primero hay que
entenderlas. Su lucha es por esos enfermos que recibe en su consulta con sus
padres tres veces por semana, durante largas horas, y sabe que ellos no pueden
esperar.
Aunque Lejeune podría haber seguido
investigando durante años la causa genética de numerosas enfermedades, estaba
convencido de que todo estaba relacionado, es decir, si descubría cómo curar la
trisomía 21, entonces la vía para curar otras enfermedades de origen genético
quedaría abierta.
Desde entonces dedicará todo su tiempo a
intentar comprender los mecanismos bioquímicos que provocan los desórdenes de
la inteligencia y del comportamiento.
Es pionero al afirmar que el autismo no
es una enfermedad psiquiátrica debida a un mal comportamiento de la madre, sino
que probablemente tiene también una causa orgánica. También es precursor cuando
comprende el papel esencial del ácido fólico en el desarrollo de los
niños. Se lo da a sus pacientes, que mejoran un poco. Se los receta a sus hijas
cuando quedan embarazadas. Sus colegas científicos se ríen con sorna: “Tus
investigaciones sobre el ácido fólico no llevan a ningún sitio. Te estás
equivocando”. Es cierto que, entre tanto, ya ha adoptado una postura
antiabortista y que todo lo que hace a partir de ese momento es criticado de
antemano.
Y, sin embargo, hoy la mayoría de los
ginecólogos recetan ácido fólico a las mujeres embarazadas. Diez años después
de las conclusiones científicas a las que llegó, la prensa científica, e
incluso la de información general, acepta la eficacia innegable del ácido
fólico para la prevención de la espina bífida. Nadie menciona su nombre, pero
le da lo mismo. Para él lo importante es ver su intuición confirmada por los
demás. Su trabajo de tantos años no ha sido en vano...
Tenía siempre la sensación de que todo lo
que hacía no era suficiente. Le gustaba citar las palabras de monsieur Vincent
a quien la reina preguntaba: ¿Qué debemos hacer por los demás? ¡Más aún! – le respondía.
La mirada de niña de Clara Lejeune
La perspectiva femenina de Clara Lejeune
sobre ciertos detalles de la personalidad de su papá es muy reveladora:
Pero papá es sobre todo una mirada. Sus
grandes ojos azules, un poco saltones, que lanzan chispas de inteligencia y de
humor, te miran con una ternura infinita. ¿Quién dijo que los ojos azules
tenían una mirada fría? Los suyos son dulces. Y sin embargo también son
exigentes porque aman la verdad. Buscan de manera incansable el porqué y el
cómo de lo que ven. ¿Cómo puede haber tanta bondad en esta mirada científica y
de investigador?
La respuesta es sencilla y a nosotros,
sus hijos, que le vemos todos los días, nos parece evidente. Mi padre es un
hombre de contemplación y admiración... Llevaba sus trajes hasta que el fondo
de los pantalones clareaba y era la desesperación de mamá cuando, al cabo de
diez años, no veía la necesidad de comprar un traje nuevo... Junto a él y a
mamá hemos tenido una infancia fabulosa. Mientras mi padre pasaba sus días con
sus enfermos y los padres de éstos, aliviando sus sufrimientos; mientras pasaba
horas buscando la clave de su curación en un microscopio o en un ordenador;
mientras recorría el mundo ofreciendo con su generosidad ilimitada su ciencia y
su luz... mientras meditaba sobre la naturaleza humana y la obra de Dios,
también nos quería...
Con frecuencia mis padres invitaban gente
a comer o a cenar, colegas de trabajo de papá o personas que venían de todos
los rincones del mundo... Tenía lo que antaño se llamaba “la cultura de un
hombre honrado”. Sabía griego y latín, había leído a los clásicos, apreciaba la
pintura y la música, se nutría de filosofía y teología. Era imbatible en
Historia y le apasionaba la Antigüedad. Le gustaba jugar con las Matemáticas y
durante decenas de años mantuvo un diálogo asiduo, en sus horas muertas, con un
Sacerdote matemático, de nombre Masceroni... que había vivido en el siglo XVIII
y había inventado la geometría del compás... A mi padre le gustaba hacer
comprender. No consideraba el conocimiento como un atributo de poder, sino como
una comunión... Pero sobre todo era poeta. Leía la ciencia de la humanidad, el
espejo del alma con un prisma de artista. Rodeado de una madre que sabía música
y de dos hermanos pintores, el arte era parta él la mayor expresión de la
creación humana.
Médico de hombres, médico de almas
Como joven médico y para ganarse la vida,
Lejeune aprovecha los veranos sustituyendo a médicos rurales. Como jefe de
área, Lejeune habría podido, como todos sus colegas, tener una consulta privada
tanto en la ciudad como en el hospital. Pero siempre se negó a ello porque
consideraba que él era un servidor de los enfermos y que el Estado, con el
salario que le pagaba, le permitía vivir con cierta holgura.
Sus pacientes, que venían del mundo
entero, se sorprendían a veces al no tener que pagar los 130 francos que
costaba una consulta especializada. Nunca hemos sido ricos, pero tampoco fuimos
pobres. Lo importante para él era poder educarnos dignamente... No penséis que
papá es un rácano... Simplemente es que no está nada, pero nada de nada, atado
a los bienes de este mundo. Vive con muy poco y es feliz.
En una ocasión, un gran profesor de medicina
y rico especialista le dijo a Clara: Aprecio mucho a su padre, pero la
diferencia entre él y yo es que ¡yo iba al hospital en Ferrari y él va en
bicicleta!
Sabiamente afirmaba el gran escritor Fulton
J. Sheen que para los casos en los que era necesario humanizar la ciencia médica,
había que convertir el tratamiento de enfermedades en un tratamiento de
enfermos, y Lejeune practicaba esto último plenamente.
Cuando una pareja va a verlo por primera
vez con su hijo, con frecuencia acaban de enterarse de la discapacidad del
niño... Atiende así a familias enteras que acuden a la consulta con el hermano
o la hermana pequeña. Se acuerda perfectamente de cada uno de sus enfermos a
los que llama por su nombre. Hace un seguimiento de su desarrollo, de sus
pequeños fracasos y de sus victorias... sabía que la discapacidad es una cruz
que se lleva todos los días, incansablemente. Tanto los días alegres como los
tristes, sin tregua.
Llamaba a sus enfermos “los
desheredados”. Desheredados porque su herencia genética no era perfecta.
Desheredados porque eran los malqueridos de esta sociedad en la que priman la
competitividad y la apariencia. Al ver cuánto los quería, uno podía
preguntarse, ¿cómo estos seres, en apariencia tan desgraciados para algunos, y
tan poco dotados de inteligencia, pueden inspirar tanta ternura? La respuesta
nos la dio Cécile, trisómica. Escribió un pequeño poema en honor a su
profesor:
Por favor, Dios mío,
Vela por “mi Amigo”.
Mi familia me tiene tirria,
pero él piensa que soy un poco bonita,
porque sabe de qué está hecho mi corazón.
Los hay hermosos con razón,
Pero, ¿lo son en realidad
Aquellos que se burlan con impunidad?
Le llamaban con frecuencia, a cualquier
hora del día o de la noche, para consultarle, para pedirle consejo... La gente
se sorprendía mucho de la disponibilidad de papá. Y es que nos había enseñado
una cosa: “Cuando unos padres están preocupados por un niño enfermo, no
tenemos derecho a hacerles esperar, ni siquiera una noche, si se puede hacer de
otra manera”.
El Papa Juan Pablo II dijo en una ocasión
que cada uno de nosotros debe estar de algún modo con cada madre que va a
dar a luz y ofrecer toda la ayuda que sea posible.[2]
En este sentido, Lejeune constituye uno de los testimonios más excelsos:
Su opinión o su consejo era siempre
acertado. Sin duda porque no escondía nada de la verdad. Recuerdo a una mujer,
embarazada a los treinta y cinco, después de muchas dificultades, de su primer
hijo, y que contrajo una grave varicela en el cuarto mes de su embarazo. Estaba
dominada por el pánico y se sentía incapaz de asumir el nacimiento de un hijo
incapacitado. Vio a catorce médicos distintos que le dijeron: “Sería mejor que
abortara, señora”. Pero ella había deseado y esperado, tanto ese niño que no
veía cómo podría dar a luz a otro después de él.
Desesperada, echó mano de numerosos
intermediarios para llegar hasta papá. Aquella misma tarde, él llamó a la
joven. Tuvieron una larga conversación telefónica. Ella tomó una decisión y
decidió no abortar. Hoy ese bebé es una linda niña...
Hay mucha gente, con frecuencia animada
por las mejores intenciones, que defiende la causa de la vida, pero algunos
olvidan a veces que nuestro primer deber es comprender y dar asistencia. A
fuerza de querer tener razón, a veces olvidamos el drama humano que se
desarrolla tras el acto que desaprobamos.
Viviendo en el corazón de la angustia
maternal, Jérôme Lejeune sin embargo comprendió con rapidez que había que
ayudar a las mujeres para que su último recurso no fuera necesariamente el
aborto. Así, se convierte rápidamente en el presidente de “Auxilio a las
futuras madres”, una institución que acoge a las mujeres que se han quedado
embarazadas en situaciones difíciles.
Soy persona humana desde el momento de la
concepción
Dos hombres han hecho un descubrimiento
fundamental y esperan con ello hacer avanzar la Medicina y lograr la curación
de los enfermos. Uno de estos hombres es el profesor Liley, oriundo de Nueva
Zelanda, el primero en inventar una técnica del diagnóstico prenatal. Espera
que así se podrá detectar y curar más precozmente a los niños enfermos. El
otro, es mi padre, descubridor del origen de la trisomía 21, y que busca, por
todos los medios posibles, la manera de curar esta enfermedad. Está también
convencido de que hay que iniciar el tratamiento muy pronto, “in utero”. Los
dos hombres se conocen y se aprecian.
Ambos científicos quieren utilizar la
amniocentesis y el cariotipo para curar niños enfermos, pero verán que gente
perversa y malvada pretende utilizar sus descubrimientos para matar inocentes
antes del nacimiento. De acuerdo con la ley de 1920, el aborto y su práctica
están penalmente castigados en Francia. En 1972, una primera propuesta de
“ley”, la cruel y nefasta “propuesta Peyret”, pretende matar a las personas con
discapacidad antes de que nazcan.
En un programa de gran audiencia se aborda
por primera vez el tema del aborto de discapacitados detectados antes del
nacimiento. En aquellos años, los únicos discapacitados realmente reconocidos
son los trisómicos: Los padres de estos niños viven estos acontecimientos
como una auténtica caza de trisómicos. “Qué mal ha hecho mi pequeño para que
quieran suprimir a los que son como él?”. Una mañana, un chico de diez
años, trisómico, llega a la consulta. Llora, es inconsolable. Su madre explica:
“Anoche vio la televisión con nosotros”. El niño se tira a los brazos de mi
padre y le dice: “Nos quieren matar. Nos tienes que defender. Nosotros somos
demasiado débiles y no sabríamos hacerlo”.
A partir de ese día papá defenderá
incansablemente al niño por nacer.
Poco tiempo antes, Lejeune había ido a Nueva
York a una conferencia internacional sobre la salud. Había sido designado,
hacía varios años, experto francés para “las consecuencias de las radiaciones
atómicas en los hombres y sus descendientes”. Un día, en la sede de la ONU,
tuvo lugar una discusión sobre el aborto con los pseudo argumentos de siempre:
la mortalidad femenina debida a abortos clandestinos, impedir que vengan al
mundo niños malformados, evitar sufrimiento moral y psicológico a las mujeres,
etc.
Solo en su campo, Jérôme Lejeune toma la
palabra y habla de ese niño único, como el que nunca existirá otro igual, y
cuya vida se está poniendo en juego. ¿La vida es un hecho o un deseo? Afirma:
He aquí un instituto de la salud que se transforma en instituto de la muerte.
Está haciendo un juego de palabras con las palabras inglesas “Institute of
Health, Institute of Death”. Por la noche, como todas las noches, escribe a mi
madre y le confía: “Esta tarde he perdido mi premio Nobel”.
Al lado de Lejeune, siempre estuvo Birthe
Bringsted, su esposa, una mujer danesa, hija única educada por su madre, que
enviudó muy joven.
Birthe siempre fue consciente de estar
viviendo con un hombre fuera de lo común. Pero vivir con un ser excepcional
requiere una valentía formidable. Las afrentas, las humillaciones, los
contratiempos financieros, los amigos que te abandonan por el compromiso
adoptado por tu marido; mamá lo ha vivido todo con su carácter combativo y
optimista, defendiendo y protegiendo siempre al que amaba. Y cuando se trataba
de ir al frente, ella siempre estaba al lado de su soldado de la vida. Fue sin
duda gracias a ella que él nunca se rindió, y gracias a su determinación y a su
fuerza, papá terminaba muchas veces sus discursos diciendo: “No
abandonaremos jamás”.
Un año de intenso movimiento estudiantil fue
1968 en Francia y Lejeune se formó en la dura escuela de Mayo de ese año.
Durante meses fue el único profesor que no faltó a ninguna clase y que jamás
fue abucheado. Su táctica consistía en escuchar con atención, no enfadarse
jamás, pero no ceder ni un milímetro de terreno.
Mayo del 68 le enseñó cómo defenderse
cuando se está solo. Sabía que los adversarios respeta siempre a los que son
valientes. Y él tenía valentía para dar y regalar... De Mayo del 68 le quedó
una gran amargura. Las compuertas de acceso a los estudios de Medicina quedaron
abiertas y previó, hace veinte años, los problemas que hoy vivimos: “Formamos a
demasiados médicos y, en unos años, muchos de ellos, o dependerán del SMIC
(salario mínimo interprofesional de desarrollo), o estarán desempleados. El
resultado final será la acusación de un gasto sanitario incontrolado, cuando en
realidad lo que estará sobre el tapete será el exceso de médicos”.
También en este agitado ambiente
universitario, Lejeune defendió el derecho a la vida desde el momento de la
concepción del ser humano, frente a quienes falsamente afirmaban que el embrión
no era humano:
Para excusar un asesinato, han inventado
la... “hipótesis” de que no se está matando a nadie. Han logrado colar a la
gente la sorprendente propuesta de que un hombrecito de dos meses, de diez
semanas, no es humano ni está vivo... Decid que ese hombrecito os molesta y que
preferís matarlo, pero decid la verdad. Se trata de un hombrecito, no de una
amalgama de células o de un pequeño chimpancé o de una persona en potencia.
En efecto, con certeza científica Lejeune
confirma lo que todo el mundo sabe muy bien:[3]
la vida de cada uno de nosotros comienza en el momento de la concepción, puesto
que de la fertilización de la célula femenina – el óvulo – por la célula
masculina – el espermatozoide – es que surge un nuevo miembro de la especie,[4]
En otras palabras, cada uno de nosotros es persona humana desde el momento de
la concepción. Hoy en día las maravillas de la técnica permiten que cada uno de
nosotros verifiquemos, gracias a la ecografía, que todo lo que Lejeune decía en
aquella época era científicamente exacto. Ahora hay películas que nos muestran
el comienzo de la vida.
Y sin embargo, es por eso mismo que algunas
personas odiaron y siguen odiando a mi padre. ¿Cómo poner en duda una verdad
científica? Algunos, tan cegados por la ira de sus objetivos,, no se dieron
cuenta de que Jérôme Lejeune, con su demostración, era, de nuevo, uno de los
primeros en revelar a los ojos del público en general la magia de la vida.
En 1973 Lejeune escribe un texto que resume
toda la fuerza de convicción, de certeza científica y de talento de oratoria en
defensa de la vida humana desde el momento de la concepción, en el cual, entre
otras cuestiones, afirma:
La genética moderna se resume en un credo
elemental que es éste: en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la
vida y este mensaje es la vida... Porque sabemos con certeza que toda la
información que definirá a un individuo, que le dictará no sólo su desarrollo,
sino también su conducta ulterior, sabemos que todas esas características están
escritas en la primera célula... porque si esta información no estuviera ya
completa desde el principio, no podría tener lugar; porque ningún tipo de
información entra en un huevo después de su fecundación... Al principio se
trata de una sola célula, la que proviene de la unión del óvulo y del
espermatozoide. Ciertamente, las células se multiplican activamente, pero esa
pequeña mora que anida en la pared del útero ¿es ya diferente de la de su
madre? Claro que sí, ya tiene su propia individualidad y, lo que es a duras
penas creíble, ya es capaz de dar órdenes al organismo de su madre.
Este minúsculo embrión, al sexto o
séptimo día, con tan sólo un milímetro y medio de tamaño, toma inmediatamente
el mando de las operaciones. Es él, y sólo él, quien detiene la menstruación de
la madre, produciendo una nueva sustancia que obliga al cuerpo amarillo del
ovario a ponerse en marcha.
Tan pequeñito como es, es él quien, por
una orden química, fuerza a su madre a conservar su protección. Ya hace de ella
lo que quiere ¡y Dios sabe que no se privará de ello en los años siguientes!
A los quince días del primer retraso en
la regla, es decir, a la edad real de un mes, ya que la fecundación tuvo lugar
quince días antes, el ser humano mide cuatro milímetros y medio. Su minúsculo
corazón late desde hace ya una semana, sus brazos, sus piernas, su cabeza, su
cerebro, ya están formándose.
A los sesenta días, es decir, a la edad
de dos meses, cuando el retraso de la regla es de mes y medio, mide, desde la
cabeza hasta el trasero, unos tres centímetros. Cabría, recogido sobre sí
mismo, en una cáscara de nuez... está casi terminado, manos, pies, cabeza, órganos,
cerebro... todo está en su sitio y ya no hará sino crecer. Miren desde más
cerca, podrán hasta leer las líneas de su palma y decirle la buenaventura.
Miren desde más cerca aún, con un microscopio corriente, y podrán descifrar sus
huellas digitales. Ya tiene todo lo necesario para poder hacer su carnet de
identidad... A los cuatro meses se mueve tanto que su madre percibe sus
movimientos. Gracias a la casi total ingravidez de su cápsula cosmonauta, da
muchas volteretas, actividad para la que necesitará años antes de volver a
realizarla al aire libre.
A los cinco meses, coge con firmeza el
minúsculo bastón que le ponemos en las manos y se chupa el dedo... Cada día, la
Ciencia nos descubre un poco más las maravillas de la vida oculta, de ese mundo
bullicioso de la vida de los hombres minúsculos...
La valiente defensa del derecho a la vida
del embrión humano desde el momento de la concepción, provocó que el Lejeune
recibiera calumnias, agresiones y tuviera peligrosos enemigos:
Por querer decir alto y fuerte una verdad
científica de la que se derivaba un deber, Jérôme Lejeune se adentra en un
combate que le sobrepasa, de una violencia infrecuente.
Yo tenía doce o trece años en aquella
época. Camino del colegio mi hermana y yo pasábamos en bici a lo largo de los
muros de la facultad de Medicina; en ellos habían pintado con letras negras
estas frases: “Lejeune tiembla, el MLAC te vigila”; “Lejeune asesino. Hay que
matar a Lejeune”; “Hay que matar a Lejeune y a sus monstruitos”.
Créanme, esto nos hizo salir muy de prisa
de la infancia. Son cosas que no se olvidan, incluso aunque en la adolescencia
parezca que esos combates callejeros, cuya gravedad no se sabe medir, tienen
algo de juego. Y no eran sólo las palabras. En las reuniones, le agredían, y
con frecuencia le acosaban físicamente...
Veinte años después, he podido medir en
varias ocasiones cuán tenaz es ese odio. Él, que no odiaba a nadie, que decía
siempre: “No peleo contra los hombres, peleo contra las falsas ideas”, sigue
siendo, hoy, objeto de una furia no disimulada de los que se dicen apóstoles de
la tolerancia. Quizá se deba a esa fuerza tranquila con la que avanzó siempre
hacia delante sin preocuparse por lo “políticamente correcto”, o quizá fuese
por su por su talento de oratoria, utilizado para defender la vida de los niños
no nacidos; quizá fuese también, y sobre todo, porque fueron los mismos que le
colocaron en la Cumbre de la ciencia y de la fama los que le odiaron después
por hacer tan difícil su tarea política...
Después, tuvieron lugar múltiples y
numerosas vejaciones, cuya letanía no sólo sería fastidiosa, sino también
increíble. A partir de entonces ya no le invitaron más a ningún congreso
internacional de Genética. Sufrió una inspección fiscal tras otra, pero
Hacienda no tenía nada que encontrar. Entonces, le recortaron la deducción de
gastos profesionales, concedida de manera automática a todos los profesores de
Medicina, con la excusa de que”esa deducción comprende los gastos de transporte
para acudir al hospital, cuando es de conocimiento público que él se desplaza
en bicicleta”.
Durante varios años Lejeune estará en la
mira del Partido Obrero Europeo. Los seguidores de ese partido se dedicaron a
vender en la calle una publicación en la que calumniaban al destacado
científico:
A nosotros esto nos parecía más bien
divertido, salvo cuando venían a nuestra calle a pincharnos las cuatro ruedas
del coche,, o cuando, durante unos meses, personas con aspecto de europeos del
este nos vigilaban con muy poca discreción desde la esquina y nos seguían
cuando salíamos con nuestros amigos por la noche.
Los veranos daneses
Desde 1952 la familia Lejeune viajaba cada
año a Dinamarca, país natal de la esposa de Jérôme.
Papá ponía el cuentakilómetros a cero y confiábamos
el viaje a la Virgen. Había maletas por todas partes. En el coche, en el
techo, en el barco... Nos esperaban Farmor y Bestfar, nuestros abuelos
adoptivos, que izaban la bandera danesa en su jardín para recibirnos... A papá
no le gustaba la playa, ni la arena, ni las charletas... Pero le gustaba que
mamá estuviese contenta y que cotillease con sus amigas de colegio y le hacía
feliz reencontrarse un poco con su infancia. Papá venía todos los años a
traernos y a buscarnos. Se quedaba unos días y se iba de nuevo para pasar un
verano solitario con sus investigaciones en la atmósfera atufante de los
veranos de París. Sufría mucho con estas separaciones pero no decía nada... Y
es en el sufrimiento de su aislamiento cuando sus investigaciones son más
fecundas... En Dinamarca, papá redescubría la naturaleza. Se iba de exploración
al bosque, se quedaba trabajando en la casa desierta, se sumergía en sus
lecturas eclécticas. Se sacrificaba todos los días para el rito del “cafetid” y
con su cortesía habitual charlaba y bromeaba con los amigos presentes...
Un día de buen tiempo, papá arrastraba en
el agua a un niño instalado en un barquito de playa. Unos amigos míos me llaman
para decirme que hay gente que pregunta por mí. Veo a dos chicos y a una
chica... tienen veinte años... Acababan de hacer un bello pero penoso viaje por
el Gran Norte escandinavo... Aunque estoy un poco pasmada, les invito a venir a
ver a mis padres, y bruscamente, veo que el chico alto y moreno que no conocía
y la chica se paran, estupefactos, y se dicen: “¿Crees que es él?”. Estos dos,
que después se convirtieron en grandes amigos nuestros, habían asistido
varias veces a las conferencias de papá. Habían admirado su valor y
apoyaban su postura contra el aborto. Habían visto al gran científico y
orador y le descubrían, en aquella playa de cantos rodados del mar Báltico,
corriendo por el agua, arrastrando a un niño en un barquito y riéndose con
corazón de chaval.
Testigo de nuestro tiempo
En 1957, Jérôme Lejeune es nombrado experto francés del comité
científico de la ONU sobre los efectos de las radiaciones atómicas.
Este comité tenía como interés principal
el hecho de que reuniera a científicos par discutir un tema muy sensible
políticamente, en una época en que los americanos y los rusos se habían lanzado
a un desafío militar sin precedentes.
En 1962, Lejeune es nombrado experto en
genética humana de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
A partir de entonces se consolida su fama
mundial, es el descubridor de la primera enfermedad debida a una aberración
genética y abre con ello un nuevo campo de investigaciones. En varias ocasiones
le llamarán, en su calidad de experto, a declarar ante distintos parlamentos
nacionales, comisiones y tribunales de EE UU, Nueva Zelanda e incluso Moscú.
Lejeune recibió muchos premios por sus
trabajos sobre patología de los cromosomas, entre ellos: el premio Kennedy en
1963 (la mitad del dinero será para la investigación y la otra mitad le había
sido concedida para su uso personal); en 1969 la William Allen Memorial Medal,
que otorga la Sociedad Americana de Genética Humana; en 1993 el premio Griffuel
por sus trabajos, considerados pioneros, sobre las anomalías de los cromosomas
en el cáncer.
Lejeune también fue miembro muy activo del
Consejo Pontificio para la Salud, dirigido por el Cardenal Angelini, y de la
Academia Americana de Artes y Ciencias.
A partir de 1974, Lejeune es miembro de la
Academia Pontificia de Ciencias, la cual agrupa a los científicos más
brillantes del mundo entero e informa al Santo Padre sobre los datos y la
evolución de las distintas ciencias.
En 1981 Lejeune es elegido para la Academia
de Ciencias Morales y Políticas.
El 23 de abril del mismo año, el Dr. Lejeune
declara, nada menos que ante el Senado de los Estados Unidos, que aceptar el
hecho de que con la fecundación un nuevo ser viene a la existencia no es ya
cuestión de opinión. La condición humana del ser, desde su concepción hasta el
final de sus días, es una verdad experimental.[5]
En 1983 Lejeune forma parte de la Academia
Nacional de Medicina. Fue nombrado doctor “honoris causa”y laureado por muchas
otras academias, universidades y sociedades de estudiosos extranjeros.
En 1994, el Papa Juan Pablo II nombra a
Lejeune primer presidente de la Academia Pontificia para la Vida, cuyos
miembros son elegidos sin prejuicio de su religión o cultura, para la defensa
de la vida desde su concepción.
El objetivo de la Academia es estudiar
desde un punto de vista interdisciplinario los problemas de la promoción y
defensa de la vida, informar de manera clara, puntual y global a los
responsables de la Iglesia, a las varias instituciones de ciencias biomédicas y
a organizaciones sociosanitarias sobre todo lo que haya sido objeto de estudio,
además de formar, según las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia Católica,
para una cultura de la vida... La Iglesia... quiere formar las
conciencias tras estudiar los problemas, asegurando después una información
adecuada... el académico pontificio se compromete a reconocer en todo miembro
de la especie humana a una persona a la que se le debe total respeto desde el
momento de su concepción hasta los últimos instantes de su vida.
Como derechos absolutamente inalienables
de toda persona humana se contemplan expresamente los siguientes: ni el óvulo
fecundado, ni el embrión ni el feto pueden donarse o venderse; no se les puede
negar el derecho al desarrollo completo en el seno de su propia madre, ni se
les puede explotar de ningún modo. Ninguna autoridad, ni siquiera la del padre
o la madre, pueden atentar contra su vida.
Ni la manipulación o la disección del
embrión y del feto, ni el aborto, ni la eutanasia pueden ser acciones de un
“servidor de la vida”. Se afirma igualmente que el semen de la vida ha de estar
siempre protegido. Las generaciones son solamente depositarias del genoma humano,
que no puede ser objeto de especulación ideológica o comercial. La composición
del genoma humano es patrimonio de toda la humanidad, y por consiguiente no
puede registrarse. Siguiendo la tradición de Hipócrates, y de común acuerdo con
las enseñanzas de la Iglesia Católica, el “servidor de la vida” rechaza todo
deterioro deliberado del genoma, toda explotación de los gametos y cualquier
alteración provocada de las funciones reproductoras. Y en fin, aliviar el
sufrimiento, salvaguardar la salud y corregir las taras hereditarias son el
objetivo del trabajo del “servidor de la vida”, hecha salvedad del respeto
de la dignidad y la sacralidad de la persona. [6]
Para Lejeune, en el plano estrictamente
científico, la hipótesis más razonable del comienzo de la humanidad era la de
Adán y Eva. Hoy es la tesis que sostiene la mayoría de los científicos.
A Lejeune siempre le asombraron las
circunstancias que motivaron su viaje desde su laboratorio en París hasta una
sala de un tribunal de Maryville, Tennessee, en los Estados Unidos:
El caso de 1989 involucraba a una pareja
divorciada, Mary Sue y Junior Davis, quienes tenían puntos de vista muy
distintos sobre la forma de disponer de siete embriones congelados que fueron
fertilizados antes de que la pareja se separara. La mujer buscaba que se le
concediera la custodia para poder algún día dar a luz a un hijo. Su ex-esposo
se oponía; él ya no quería ser padre.
Representantes de la mujer se pusieron en
contacto con Lejeune, y él se conmovió con su situación difícil. Al testificar,
Lejeune dijo que hay evidencia científica indiscutible de que la vida humana
comienza con la concepción. “Le pedí al juez que tomara la decisión de
Salomón y le entregara los embriones al padre o a la madre que querían que
vivieran”, expresó. El énfasis de Lejeune era el que un embrión tiene
naturaleza humana desde el mismo comienzo y no debería ser tratado simplemente
como “materia”.[7]
Convencido por el testimonio de Lejeune, el
fallo del juez fue a favor de la mujer:
Hay que confiar la custodia de los niños
a aquella persona que está dispuesta a darles vida.
En la infancia
Pierre y Marcelle tuvieron tres hijos:
Phillippe, Jérôme y Rémy. Los recuerdos de infancia de los dos primeros están
marcados por la guerra y por la invasión alemana; una época en la que dejan de
asistir al colegio de Stanislas, leen a los clásicos, recitan versos de Esopo y
de Esquilo y aprovechan su “tiempo libre”.
Papá tuvo una infancia piadosa y
tranquila. Sentía por Jesús un amor de niño sencillo y confiado, lo que
sorprendía en un espíritu tan profundo e inteligente como el suyo.
En 1941 Pierre decide que sus hijos ya no
irán más al colegio y les hace traducir algunos textos latinos. Phillippe y
Jérôme leerán griego y latín sin dificultad y montarán un grupo de teatro.
Phillippe es pintor, pero también filósofo, teólogo, melómano, además de
inventor casero. En su relación con
Jérôme nunca existió rivalidad ni sentimientos de competitividad.
De hecho, entre ellos siempre sucedía ese
extraño fenómeno que hacía que, cada vez que uno de ellos descubría algo,
realizaba una obra importante o, sencillamente, encontraba una pista de
investigación, tuviera la necesidad de revelárselo al otro y exponerlo a su
crítica para poder darlo por válido.
Reminiscencias
Clara nos muestra cuán auténtica e intensa
era la vocación de médico de su padre:
Él sabía bien que cualquier vida, incluso
aunque esté disminuida a los ojos de los demás, merece la pena de ser vivida.
¡Cuántos tesoros de amor se leen en los ojos de un niño herido cuando nos
atrevemos a amarlo! Porque detrás de la enfermedad, hay un niño que es capaz de
amar, de sentir cariño, y por qué no, de una cierta felicidad. Conocía mejor
que nadie el sufrimiento de los padres porque lo veía a diario. Sentía una
admiración sin límites por la devoción de esos padres, por sus recursos de
imaginación e ingenio para poder ayudar a su hijo enfermo...
Para él, todo ser humano tiene derecho a
la vida y a la dignidad, y si está enfermo, tiene derecho a recibir ayuda de la
sociedad. Ayuda, no muerte... Le guiaban su vocación de médico y, sobre todo,
su conocimiento científico. Sabía y lo había demostrado muchas veces, que ya
desde la primera célula y desde el primer día, todo el patrimonio genético se
halla presente. Incluso antes de que la misma madre sepa que está embarazada,
el niño se está construyendo en función de esa herencia genética única, que no
pertenece a nadie más y que nunca pertenecerá a nadie más... Porque cada ser
humano es único, porque su identidad existe desde el primer día, porque es un
miembro de nuestra especie, su vida debe ser respetada. Un verdadero médico no
tiene elección.
Hermano Jérôme
El Papa Paulo VI había querido mucho a
Lejeune, quien con el Papa Juan Pablo II tuvo una profunda amistad. “Hermano
Jérôme” le llamó el actual Pontífice en su mensaje del 4 de abril de 1994, al
día siguiente de su muerte. Recuerda Clara:
A lo largo de su enfermedad, el Papa se
interesará por su salud. Enviará un telegrama, la víspera de la muerte de papá,
para la Vigilia Pascual. Una de las santas preferidas de papá era la hermana
Faustina, una polaca de principios de siglo que tuvo visiones y escribió
textos impresionantes sobre la Misericordia Divina. Por eso el Cardenal
Angelini y sus colaboradores enviaron a papá una reliquia de la santa y le
hicieron una recomendación: “Récele todos los días”.[8]
Estando ya muy débil, Lejeune hace un gran
esfuerzo para asistir a la Academia de Medicina para apoyar la candidatura
de su más fiel colaboradora de siempre, Marie-Odile Réthoré. Será elegida un
año después. Por primera vez desde Marie Curie, una mujer vuelve a entrar en
este prestigioso recinto. Pero la prensa ni siquiera relatará el
acontecimiento. Qué raro, ¿no?...
Siempre me ha impresionado el hecho de
que papá, en tanto que médico, supiera mejor que nadie el destino que le
esperaba. Aceptó el sufrimiento físico con una valentía sin tacha. Pero lo que
me sorprende todavía hoy es que, en ningún momento, pareció tener miedo a la
muerte... La vivió como una gloriosa resurrección en la mañana del domingo de
Pascua, después de una larga agonía que comenzó el Miércoles Santo... Desde que
está allá arriba, las señales se multiplican. Los testimonios de sus amigos, de
sus enfermos, nos desvelan a un hombre que no hemos conocido porque era muy
discreto en lo que se refería a su vida profesional y a su vocación médica...
Al día siguiente de su muerte apareció en
el periódico “Le Monde” un encarte en primera página, firmado en unos días por
tres mil médicos, pidiendo el reconocimiento del embrión como miembro de
nuestra especie, no pudiendo ser utilizado para manipulaciones de ningún tipo.
Habrá sido su último combate por la
dignidad y el respeto de todas las personas, sean cuales sean su talla, su
edad, su raza y su religión.
Su familia, sus amigos y los padres de sus
enfermos se han unido para proseguir la obra científica y moral del Dr.
Lejeune. En efecto, la Fundación Jérôme Lejeune para la investigación sobre las
enfermedades de la inteligencia ha sido declarada de interés público.[9]
Mensaje de S.S. Juan Pablo II
“Yo soy la Resurrección y la vida. El que
cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25).
Ahora que nos enfrentamos a la muerte del
profesor Jérôme Lejeune, acuden a mi mente estas palabras de Cristo. Si el
Padre de los Cielos lo ha llamado de esta tierra el mismo día de la
Resurrección de Cristo, es difícil no ver una señal en esta coincidencia...
Una muerte así rinde un testimonio aún
mayor a esa vida en Jesucristo a la que todo hombre está llamado. A lo largo de
la vida de nuestro hermano Jérôme, esta llamada ha sido una línea directora. En
su calidad de sabio biólogo, estaba apasionado por la vida. En su campo, fue
una de las mayores autoridades del mundo. Diversos organismo lo invitaban a dar
conferencias y solicitaban su opinión. Incluso era respetado por aquellos que
no compartían sus convicciones más profundas...
Se convirtió en uno de los defensores más
ardientes de la vida, especialmente de la vida de los niños por nacer, quienes,
en nuestra civilización contemporánea, están con frecuencia amenazados, hasta
tal punto que se puede pensar en una amenaza programada. Hoy esta amenaza se
extiende también a las personas mayores y enfermas. Las instancias humanas, los
parlamentos democráticamente elegidos, usurpan el derecho de poder determinar
quién tiene derecho a vivir y, a la inversa, quién puede ver cómo le niegan
este derecho sin culpa alguna por su parte. De diferentes maneras nuestro
siglo, durante la II Guerra Mundial y también después del fin de la guerra, ha
experimentado esta actitud. El profesor Jérôme Lejeune había asumido plenamente
la responsabilidad particular del científico, dispuesto a convertirse en un
“signo de contradicción”, sin considerar las presiones ejercidas por la
sociedad permisiva ni el ostracismo del que era objeto.
Nos encontramos hoy ante la muerte de un
gran cristiano del siglo XX, de un hombre para el que la defensa de la vida se
había convertido en un apostolado. Está claro que, en la situación mundial
actual, esta forma de apostolado de los laicos es especialmente necesaria. Hoy
queremos dar gracias a Dios, a Él, Autor de la vida, por todo lo que fue
para nosotros el profesor Lejeune, por todo lo que ha hecho para defender y
promover la dignidad de la vida humana... (El
Vaticano, 4 de abril de 1994)
NOTAS
[1] Lejeune, Clara. Dr. Lejeune. El amor a la vida, libros mc, ediciones Palabra, Madrid 1999, 143 pp.
[2] Cf. Powell, John. El aborto: holocausto silencioso, JUS, México
1998, p. 116
[3] Cf. La vida comienza en el momento de la fecundación.
Entrevista al investigador de Genética Humana, el Dr. Jérôme Lejeune, en
revista Inquietud Nueva, año IX, No. 52, julio-agosto, México 1993, p.
23
[4] Ryan, William (Reportero). ¿Cuándo comienza la vida”. Dr. Jérôme Lejeune, un genetista francés,
dicta las Conferencias McGivney en el Instituto Juan Pablo II para Estudios
sobre el Matrimonio y la Familia (Washington, D.C.),
en Columbia, Knights of Columbus Magazine, New Haven, Connecticut, USA,
enero 1994, p. 17
[5] Cf. Lejeune, Jérôme. El origen de la vida humana, en revista Interacción,
No. 153, Buena Prensa, noviembre, México 1988, p. 8
[6] Cf. Comunale, María Pía. Entrevista con el Cardenal Fiorenzo Angelini:
Setenta herederos de Hipócrates. Son los miembros de la nueva Academia
para la Vida, elegidos sin prejuicio de su religión o cultura, para la defensa
de la vida desde su concepción, en revista 30 Días, Año VIII, No. 79, Madrid 1994, pp.
30-31
[8] Cf. Hermana Sophia Michalenko, C.M.G.T. Biografía de Sor Faustina
(Apóstol de la Divina Misericordia), Librería Espiritual, Quito, Ecuador 1987.
En 1968, el Cardenal Karol Wojtyla, promotor de la causa, firmó el decreto de
clausura del proceso diocesano para la beatificación de Sor Faustina Kowalska.
Pasaba horas enteras rezando ante la tumba de la Hermana Kowalska. Ya como
Papa, Juan Pablo II publica en 1980 la Encíclica Dives in Misericordia, sobre la
Misericordia divina, indicando que es función principal de la Iglesia
proclamarla, practicarla y pedirla. En 1981, dijo en el Santuario del Amor
Misericordioso, sito en Collevalenza, Italia: “Desde el principio de mi
Pontificado he considerado este mensaje como mi cometido especial. La
Providencia me lo ha asignado. Sor Faustina Kowalska fue canonizada por el Papa
Juan Pablo II el 30 de abril del año 2000
[9] Se puede visitar la página de esta fundación en Internet: